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Largo tiempo ha, en un pueblo de montaña, a pocos saltos de cabra de Viena, vivía mejor afinador de instrumentos musicales que la Europa de ese lado de Polonia haya conocido: Serge Fruedhel. No existía timbre que desconociera, instrumento amotinado al que no pudiese convencer de sonar como debe ser, como la teoría de quintas manda, como el refinado oído de la gente del pueblo merecía.


Ya que probado está eso de que nada es casualidad, la razón de que Fruedhel haya sido tan buen afinador, en buena medida se debía al pueblo. Éste era un pueblo de músicos. Todos se dedicaban a la música, a distintos instrumentos, a distintas variables melódicas. En la Calle del Clavicordio se encontraban los barrocos y los teóricos experimentales de rock sinfónico. La Calle de los Metales pululaba de saxofonistas, trompetistas, tubistas y un xilofonista cuyo desconcierto sonoro era remarcable, mas no parecía tener mayores problemas con su dos ambientes, a la calle, luminoso. Así la Cortada del Pandero, el Pasaje del Corno Inglés y la Plazoleta de la Música de Cámara, donde se juntaban las tardes de domingo los vecinos a charlar y planificar puentes, calles y disposición de la iluminación vial; aunque solía suceder que simplemente olvidaban la conversación, uno decía: “maestro, ¿por qué no se deja caer unos acordes?” y adiós a la organización, comenzaba la improvisación hasta la falta de buena iluminación vial impedía que continuasen.


En tales condiciones era inevitable el surgimiento de esta figura, de este brillante afinador. “Déjeme el instrumento”-decía- “Mañana lo tiene listo”. Y así afligido, el músico se alejaba solo de la casa de el afinador. Serge pasaba alrededor de una hora con cada instrumento, preguntándole, en el lenguaje que los instrumentos entienden, qué le sucedía, cómo se sentía, si fueron duros con él, si lo trataban con imprudencia. Conocido era el caso del piano que insistía en sonar agudo y se desafinaba a cada rato, empeñado en decir que había nacido como pianola, encerrada en el arpa de un piano. No faltaron las guitarras que clamaban ser banjos y las trompetas que decían ser trompetas, y que eso era toda la excusa necesaria para sonar como les diera la gana.


“Una hora cada uno” decía, y no tardaba más en ajustar los martillos que un pianista imprudente había castigado con dedos duros, en lubricar los pistones de la trompeta, que Körthzer siempre olvidaba lubricar y que la hacían cantar con catarro, y una hora en ajustar los parches de los redoblantes, que cada tanto se sentían tristes por tanto golpe y se estiraban en un suspiro grave.

Un día una gran fábrica de instrumentos decidió instalarse en el pueblo. Sus administradores y contadores se lamentaban largamente por no haber descubierto el negocio antes. Anotaron en sus grandes libros y balances todas las muchas pérdidas de dinero que habían sufrido por no haber puesto la fábrica allí 10 años antes (que para los administradores y contadores son pérdidas reales y lloran así desconsoladamente por las cosas que jamás pasaron). Apenados por estas pérdidas, entonces, la fábrica sufrió la presión de una gran exigencia productiva y comenzó a fabricar montones y montones de instrumentos. Los trabajadores trabajaban más tiempo y más duro, aplicados a la excelencia de los trombones y las castañuelas. Eran los instrumentos más hermosos que jamás se hayan fabricado. Por supuesto, los trabajadores eran los mismos habitantes del pueblo, que por un tiempo fueron muy felices, viendo cómo todos ahora tenían trabajo y compraban caballos bayos, compraban instrumentos de la fábrica a mitad de precio y tenían dinero para iluminar calles y hacer el puente de dos vías en el arroyo que cortaba la Calle del Diapasón. A pesar de esto, el tiempo pasaba y la gente ya no era tan feliz. Estaban muy cansados y toda la ciudad empezó a volverse más ruidosa que musical. Los acordeones, tambores, oboes y clarinetes dejaron de sonar por las tardes para hacer lugar a los chirridos, pitidos y golpes de la fábrica. Así, como todos trabajaban tanto, y estaban tan cansados, y ya no tocaban sus instrumentos, los instrumentos no se desafinaban. La tristeza mayor estaba en que ya a nadie le importaba. Claro que en ese nadie no estaba Fruedhel, que comenzó a preocuparse porque cada vez tenía menos trabajo, y pasaba el día deambulando lánguidamente por el pueblo, a tono (como no podía ser de otro modo) con el resto de la gente.


Una tarde, sentado en la Plazoleta de la Música de Cámara, escuchó a la panadera y Frau Bertha saludarse con desgano. “Buen día Frau Bertha”, “Buen día a usted... Fraulein”. Se dio cuenta en ese momento de que en efecto nunca nada es casual, y que todo lo sometido al abandono se gasta y desafina. La gente era la desafinada ahora. La gente sonaba mal, la gente era la que estaba fuera de tono, y así comenzó a prestarle atención a los “mmmmh”, “ufff”, “aaah...”, y algún que otro “grrr”. Timbres feos, sonidos que faltaban a la teoría de quintas, a lo que el refinado oído de la gente del pueblo antaño gustaba de escuchar.

De este modo, entendiendo que a la larga un sonido es un sonido y una persona no se diferencia demasiado de un instrumento, entendiendo que cuando hay algo mal, hace ruido y suena feo, a la mañana siguiente talló, con un viejo cincel la palabra “gente”, justo debajo de su viejo cartel que desde siempre decía “Se afina”. Afinador al fin, de a poco, con alguna reticencia, la gente empezaba a ir a su viejo taller. Una hora con cada uno, sus días se iban poblando cada vez más de trabajo. El procedimiento era igual al de los instrumentos: los hacía sonar un rato, tratando de escuchar cuándo sonaban mal, y entonces comenzaba con las viejas preguntas, entonces cómo se sentía, qué le pasaba, entonces si fueron duros con él, si lo trataban con imprudencia. La gente empezaba a sonar, y él iba buscando el pistón seco, el martillo castigado y el parche blando; o los problemas de vocación, las ironías del jefe inepto, el marido desatento o la esposa gritona. Incluso notaba que, como los instrumentos, era necesario volverlos a afinar con regularidad, y luego cada vez con menos frecuencia, ya más acostumbrados a sonar como debían.


El pueblo contento y Fruedhel adinerado, amplió el taller, e incluso hizo una pequeña escuela de aprendices de Luthiers-de-gente, a la cual asistían jóvenes de pueblos vecinos. Se dice incluso que uno de sus aprendices de Viena fundó su propia línea, aunque es sabido que de Viena no se puede esperar más que salchichas.

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