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Unos días antes hablaba con Marcos y me decía que me deshaga de la biblioteca. Es ridículo, le contestaba, son muchas cosas, no sabría qué hacer con ellas. Además es la biblioteca, es como tirar algún cuadro, alguna foto, una carta. No seas boluda, me decía, tirá a la mierda esos libros. Te los podés volver a comprar más adelante. Y de paso deshacete de cuadros, fotos y cartas si te van a traer problemas. Igual no de todos, dejá algo, siempre es conveniente ser un poco desprolijo. Ser cuidadoso a veces también es ser desprolijo. Retórico de mierda, le contesté.

Corté el teléfono después de seguir discutiendo un rato sobre subrayes realmente significativos y otras cosas sin demasiada importancia. Quedamos en juntarnos a tomar algo la semana que viene, pero siempre quedamos en tomar algo la semana que viene... A veces puede ser tan tonto Marcos, y le queda tan lindo ser así de tonto. Pero esa tontera nada tiene que ver con deshacerme de estos libros. Una vez habiendo cortado me quedé un rato más en la cama, recostada. El sol entraba por la ventana y me calentaba los pies. Siempre asocié el calor del sol con sabores dulces, no sé muy bien por qué. Creo que algo tendrá que ver que aquellos primeros soles de tarde que recuerdo (como si recordar fuese un acto consciente) venían acompañados de un té con leche y unas vainillas... tendría que comprar vainillas... Pero el té con leche y vanillas ya no tiene el gusto de antes; ahora tiene gusto a lo que no alcanza a ser, mezclado con el apuro de las cosas que tengo que hacer, el reloj apurado, la radio, los horarios... “tirá a la mierda los libros... y los cuadros y los recuerdos y las cartas”. ¿A qué mundo me querés llevar a vivir, Marquitos, si no puedo tener libros y dibujos y amigos efusivos? Ni siquiera recuerdo muy bien qué decían esos libros. Alguno habré subrayado, y ya no sabré en qué parte, ni por qué. Con algunos estuve de acuerdo, con otros no. Ya no sé cuál es cual, hay muchos... El otro día agarré uno de lomo resquebrajado (ya no hacen libros como antes, este libro tenía por lomo una telita como de gasa, vieja, seca... hoy los libros ni siquiera envejecen dignamente; ni siquiera se amarillentan). No entiendo cual es el problema. No gano una discusión, me quedo sin palabras. Me aburro terriblemente si no leo; pero a veces me aburro terriblemente también leyendo.

Basta. Es hora de dejar de remolonear. El sol en las rodillas ya me da calor. Me levanté y fui a la biblioteca. Me quedé parada frente a la biblioteca un rato. No sé por qué, no soy una defensora rabiosa de los libros, la vida no está en los libros, o al menos no sólo ahí. A veces los libros son incluso insanos. Ja, si lo dijera en alguna conversación con Alejandra me arrancaría los pelos de a uno. Pero sí, hay que ponerle una correíta a los libros y sacarlos a pasear, a ver cómo se llevan con la calle; hay que ver cuántos se quedan ahí, clavados, haciendo fuerza con las patas de atrás porque no quieren caminar, los que se achican ante el primer mastín y esperan a escuchar que se cierra la puerta para ladrar desde la comodidad de la alfombra. El libro de gordito pequeño burgués, como le dicen los barbones de la facultad.


Pero es verdad que si el libro no sale a la calle de nada sirve. Ahí se mueren y se retuercen apellidos célebres en la biblioteca. Se enojan, porque cuando los nombran en las clases los tratan de señores, pero en casa los tratamos de “che”. Por ahí le doy el gusto a Marcos y me deshago de esos.

Marcos, Marquitos. Sé que me querés. Tenés muchos cosas en la cabeza ahora, y sé que tenés miedo, y que tenés miedo también porque me querés. Ale me contó que quemaste la colección de Lenin, con lo que te había costado comprarla con ese sueldo miseria que ganás ¿Habrás llegado a leer alguno? No creo. Y no creo tampoco que te conforme el poder volver a comprártelos más adelante, a vos los libros te interesan tanto más que a mí y a mí ya me molesta esa idea. Habrás ido a medianoche, cuando los vecinos estaban durmiendo, con los libros en una bolsa, y los habrás tirado de a uno en el incinerador. Habrás mirado para otro lado, como cuando te sacan sangre. Si no lo ves, no pasa, y la mano que tira el libro es de otro, y no estás quemando un libro, lo estás prestando nomás, en unos años lo vas a tener de nuevo y lo vas a leer. Pero cuando lo leas, dentro de unos años, ya no va a servir de nada. Habrás llorado Marcos... O por ahí no, por ahí fuiste silbando hasta el incinerador, a las tres de la tarde, saludando a la portera con un guiño.

Yo soy tonta: ton-ta. No importa si leo o qué leo, porque al final no lo recuerdo, y por ahí ni siquiera lo entiendo... A menos que eso que leo e imagino y olvido se pegue como la hepatitis, como una enfermedad que te dura lo que te dura, pero jode de por vida, y por más que no esté en crisis eso siga ahí, rascando, eligiendo qué voy a digerir y qué me va a dar una pataleta...

¡Basta, mierda!

Esa misma noche me despertaron unas luces en la pared. Había un auto de policía en la esquina haciendo qué se yo qué. Las luces no llegaban con mucha fuerza y los policías eran cordialmente silenciosos, pero yo tanto darle a la cabeza esa mañana que no sé qué decía Freud del subconsciente, y más importante, la Tía Amalia que siempre decía que durmiendo en el colectivo contaba las cuadras, porque siempre se despertaba en su parada... el tema es que me desperté con un julepe que te lo debo, y ahí nomás me puse frente a la biblioteca a elegir. “Dejá algo también, siempre hay que ser un poco desprolijo”. Se fueron tantas cosas que quería esa noche. Algunos ni siquiera los había leído tampoco, pero bueno, así tenía que ser. Mi mano tampoco era mi mano cuando elegía y los iba sacando, cuando iba revocando la biblioteca. Mi mano estaba gorda, con anillos, con viajes a Italia, a España; estaba llena de moral y buenas costumbres, mano hipócrita, tanto se reía de la moral y a las buenas costumbres. Sin grandes desmanes, siempre cotidianos, chiquititos, urbanos. Había hecho algún gesto obseno esa misma tarde; y hace diez días nomás había sido cómplice de hacerte el amor, Marcos. Te había acariciado el pecho, el cuello, y vaya a saber qué otras cosas más que ahora no recordaba, gorda, anillada y viajante. Pero era una mano con culpa, porque a pesar de todo es mi mano, la que te había acariciado, la que metió un dedo en tu boca y lo humedecía en tu lengua, y otro dedo en tu cerveza y le revolvía la espuma, juguetonamente. Y sí, la que a veces me acariciaba a mí también papá, mamá, monja, vecina de la “oh” automática.

Todo lo que fuese ensayo, algo con un resto político, todo lo que tuviese el logo del círculo editor (o parecido, no esperaba jueces demasiado críticos) fue a parar al fuego. Los otros, los amigos, los personales, esos los enterré en el patio, esa misma noche. Ahí quedaron cubiertos de tierra Julio, Mario, Simone, Carlos (Fuentes, Onetti... no vaya a ser que pelearan por cartel), Leopoldo, Gudi... Isidoro Blainstein también, no sé si era conflictivo, pero escribe “lindo”, y por algo me pareció que si escribía lindo no podía ser bueno tenerlo ahí a la vista. No por lo que él decía, sino porque yo le decía “lindo” y sentía que esta persecución ética en el fondo también era estética, y que yo, que definía un libro como “lindo”, metiese en el medio una palabra de cuatro sílabas, derivada del griego, para definir algo más o menos cotidiano, como puliendo lo que quiero decir con un repasador (porque se tienen que fregar los platos con seda, pero no los monumentos con repasadores, qué falta de respeto); y que encima la palabrita fuese esdrújula -palabras Luteranas en el culto de la lengua-, me pareció que me podía jugar en contra.

Los enterré hondo, y les tiré a cada uno el primer puñado de tierra con afectación real.
Al volver a la casa pensé en los discos... pero eran pocos y no creí que tuviesen demasiado problema con Rita Lee, aunque mi mano gorda y anillada no quería detenerse ya y seguía eligiendo de reojo entre los discos, entre los cuadros, entre las cartas...

Yo sé que me querés Marcos, pero no sé si te puedo explicar lo que era pasar por esa biblioteca y ver los blancos que quedaban. Parecía una cabeza con mechones de pelo arrancados, como siempre mostraban en las películas de orfanatos. Cañonazos, fueron cañonazos que se le dieron, y yo apunté a donde... Además de los reclamos que me hacían esos blancos, me parecieron espacios sospechosos, y pocas horas duró la biblioteca así hasta que apilé los restos en los rincones. No me importaba (aunque lo quisiera al viejo) que Borges se tocara con el diccionario de un lado y un librito de Geografía de segundo del otro. Ese mismo lunes, cuando salí de la facultad, compré un par de libros baratos y vistosos, y rellené los espacios como si fuesen floreros.

Yo sé que me querías Marcos. Tan prolijo que eras y te olvidaste el sobre de una carta mía. El domingo vinieron a mi casa, por la tarde. Todo fue muy cordial, pero había algo en esos tres que entraron (quedaron dos en el auto) que me ponía los pelos de punta. Hablamos un poco sobre temas cotidianos (que no incluye el precio de la papa, eso es economía) y al final lo soltaron: me preguntaron por vos, les dije que hacía unas cuantas semanas que no te veía, que me habías llamado la semana anterior, discutimos y te corté. Sobre qué discutimos, me preguntaron, y yo les contesté con una voz de mucama feminista que querías que redecore, y que sobre eso habíamos discutido. Sobre sacar la biblioteca –que, sin demostrar demasiado interés, los tres que entraron a casa no dejaron de revisar como al pasar- y un par de cuadros. “Yo no quiero vivir en una casa minimalista” les dije, y me asusté por pronunciar una palabra tan larga. “Me gustan las chucherías” agregué enseguida. Les ofrecí café, pero lo rechazaron; y menos mal, porque las manos escondían un temblor, y si me iban a llevar que sea por vos, y Julio, y Gudi, y Simone, y la estética y el minimalismo, pero no por el tintineo de unas tacitas de porquería. Me preguntaron si me habías dicho algo más. “Quedamos en ir a tomar algo, pero siempre quedamos en ir a tomar algo”. ¿Eso es todo?, preguntaron. Sí, dije. Saludaron cortésmente y se fueron.

Te llamé ni bien se fueron (vos tan prolijo y yo tan descuidada) pero no antendías. Ya no atendiste más. Ya no supe más nada. Tu vecina me dijo que habían entrado un par de noches atrás y se los habían llevado.
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Ya no vivo más en aquella casa. A veces paso y veo lo cambiada que está, la nueva historia que vive. Ya no tiene más el zaguán del frente, y en el fondo hay tres árboles grandes. Todavía hoy no sé de jardinería y no sabría decirte qué árboles son, pero a veces pienso que son míos, y que echan sombras a su manera, de Isidoro, de Gudi, de Simone, de Julio...

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2/08/06
Estaba sentado en esa mesa de bar con una luz baja, aspirando el humo de cigarrillos ajenos y pensando en prender uno, pero ya no fumaba. La silla frente a él estaba todavía desacomodada.
-Después la corro -murmuró.
Todavía sobraba un poco de cerveza en su vaso, y algo más en la botella que sudaba. Las gotas se sumaban en marcha lenta, unas a otras, e iban dejando una marca en la mesa que iba a acusar su presencia. Ella había hecho lo propio con su imagen en la silla del frente, poco a poco.
"Claro... esto es así", pensó, "claro... No es ni pertenencia ni posesión, tenía razón al final. Es admiración. Cada cual uno, disfrutando del otro, sí...", pensaba, mientras lamentaba saber que más tarde lo olvidaría. Y eso pensaba, sí, ni pertenencia ni posesión. Admiración activa, sí. Porque esa relación entre el hombre y la mujer no es solo amor, "fuck all you need is love" dijo. Si no alcanza con quererse. "¡Si ni siquiera importa quererse!", blasfemó con fe. Mirarse y quererse, ver cómo se quieren, disfrutar lenta y estorbadamente de cómo quererse, e ir quedándose, poco a poco, estático como una mala estatua de plaza, con la cara idiota intentando acercarse a un árbol. No. En sorprenderse estaba la cosa, en ella de aquél lado de la mesa y yo de este, sin pasar ninguno de los dos al lado del otro. ¿Para qué? si ella se ve tan linda de aquél lado de la mesa y yo de este.
No, no me preguntes de mi día ni si estudié, no.
No me creas, no. Tampoco me preguntes, no, imaginate.
No me jodas, por favor, eso es todo.
Y no me jodés. Qué bueno, pensó.
Y cada cual de su lado de la mesa. "Vos en tu silla y yo en la mía" pensaba. La silla frente a él estaba vacía, aunque desacomodada.

Imaginó su cuerpo otra vez, mientras acariciaba las gotas de la botella. En ese abismo tan encantador y consensuado que habían acomodado entre ellos (aunque a veces lo saltaban sin más, para pedirse no más que una taza de azucar). Pensó en humos (siempre que estaba solo pensaba en humos... decididamente no era un fumador social) y en luces de veladores bajas. En música, y en libros que nunca leyó. En cosas para escribir. En la acabada cerveza. En otras viejas y terminadas cervezas. En el humo que flotaba, azulado, en el aire.

-Disculpe, ¿Me daría un cigarrillo? -le dijo a otro de su edad que estaba con una mujer en la mesa de al lado.
-Sí, tomá, todo bien.
-Gracias flaco.

Encendió el cigarrillo de otro en su boca. Miró la hora. Era tarde.
Miró a la barra (a escasos metros de la silla) y levantó un dedo:

-¿Me traes otra?

13:09 Comment0 Comments




Un pie ridículamente pequeño es el fin de esa pierna obesa y hermosa de tierra, que quieta camina por el mundo.
El muslo azul besado por una lengua pacífica.
Sangre tibia, calor, transpiración y ritmo, violencia y ternura, torpezas y sutilezas.
Hombres.

Sexo y amor, fuego, frío y una deuda acá adentro.
Tierra animal y apasionada, verdes y sabores.
Un ángel humilde, de colores, te regala una sonrisa y un escote en una esquina.
Alguien joven que muere lo mismo.
La muerte con una flor en los labios.

Una camioneta vieja va cargada de plantas y flores. Un sueño pendiente bosteza sobre el volante y presta atención al chico en el asiento del acompañante, que hace lo suyo y lo acompaña a ser injustamente pago. Y es hijo, y es padre, mientras una corbata en un auto ajeno generosamente te perdona la vida en una bocacalle.

Tetas, pobrezas y alegrías sucias.
Las verdaderas alegrías son sucias y torpes. Llevan dulce de leche en la comisura, manos embarradas, pelotas ajadas y uñas desprolijas.
Un arma va cargada por la ciudad en un bolsillo joven. Estalla en un fogonazo de existencia.
Un arma cargada de injusticia, de puertas cerradas, de olvidos y negligencias, de desprecios y menosprecios. La furia al gatillo. Un fogonazo que lo pone en el mapa, y acciona en el mundo.
Un fogonazo que lo ilumina y lo hace visible. Él sólo gatilla.
El que cargó y el que recibe cree que el otro es el otro.
Labios ignorantes y ombliguismos. Libros llenos de ideas muertas, de calles que ya no existen, de gente que ya no existe. Libros ingenuos que te engañan. Letrados ingenuos que se engañan.

Un monstruo retaceado de vacíos y billetes te pone remeras, anhelos y codicia.
Anochece
El tiempo no alcanza.
El cuerpo cansado. Tantas soledades ahí afuera.
La calle vive en caras diferentes, a punto de estallar,
en otros rituales,
en otros idiomas.
Alguien acaba de morir. Alguien acaba de nacer.
Una historia está terminando, eventualmente comida por el olvido. Otra comienza.
Las separan pocas cuadras.
Acá al lado dos cuerpos hicieron el amor. Se penetraron. Dos hombres se encuentran suavemente en un beso.
(Es el primero con un hombre. Se siente bien, ajenamente bien).
Una hija de la vecina se acaricia el vientre y no sabe si tener o abortar. La hermana menor, de trece años, recibió una carta de amor y la lee en la cama, rápido, con el corazón en la boca.
La madre, frente a la lumbrera boba, condena la escalada de piel ante sus ojos. Ninguna sabe lo mucho que ha cambiado el mundo. Ninguna pensará en lo mucho que debe cambiar el mundo todos los días para permanecer siendo el mismo.

Un furgón colectivo zapatillas ojotas viene lleno de cuerpos cansados y prematuramente envejecidos.
Acaba de nacer alguien más.

San Pablo, Cusco, La Paz, Padua.