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Ayer encontré un texto viejo que había escrito en un cuaderno después de ver la película Los amantes del círculo polar. Hay un momento en que una silla queda sola frente a un lago, y eso me llevó a pensar en la soledad de los objetos, en cómo uno puede reconstruir la situación del objeto y sentir la soledad de una ausencia. Las cosas son signos que nos remiten a sensaciones, y son las sensaciones lo que más anhelamos. En la posmodernidad no hay discursos ni sensaciones. Hay productos. Dice Margariños de Morentín: la publicidad [es] crear un mundo con un lugar privilegiado para un producto (...), el receptor debe interpretar el mensaje publicitario como productor de la misma significación que el creativo quiso conferirle al mundo. Hoy todo es publicidad; todo es producto. Son las cosas las que deben preguntarse por nuestra ausencia.

Hace una semana murió Carmen, mi vecina, la del laurel. Casi no la veía. Venía a tomar café con la vieja, todas las tardes; rituales de viejo. Yo tengo veintisiete años, ella tenía ochentaypico, y aunque tendríamos parvas de cosas para charlar, yo, a diferencia de ella, vivo en el mundo de los productos. De cualquier tipo de productos. En el mundo de la universidad y de los libros; de la relajación por medio de una cierta cerveza en un cierto bar de Haedo; de una cierta fecha, de cierta fiesta, de cierto evento; de ciertos diarios, de ciertas charlas, de ciertas ideas políticas y sociales, de ciertos contextos. Yo: producto mujeres, producto amigas, producto novias, producto viaje, producto palabras; que se venden más o menos de la misma manera: mejorar momentáneamente una situación de desesperación, consecuencia de la alienación permanente de vivir entre publicidades y productos, ambiciones impuestas desde afuera, discursos a los que uno se acopla en pos de lograr ciertas pertenencias, ciertos ámbitos de acción. Bourdieu. Productos placebo de la insuficiencia de otros productos. Todo se compra y se vende: con dinero, con palabras, con cuerpo, con transpiración; porque todos, también, somos producto. El márketing es una rama sociológica más.

Yo tengo un reloj que mide el tiempo en horas y segundos. Lo encontré en la calle Borges, en Morón, pisado por un auto. Lo mandé a arreglar y le puse una malla horrible, y es mi reloj. A veces me noto que, sin darme cuenta, me lo saqué, y lo busco por la casa. Parece que cuando estoy dedicado en ser algo y el otro inconsciente toma ciertas actitudes, como terminarse el café que había en la taza vacía que me llevo a la boca, o quitarse el pulso de muñeca. Le molesta el reloj pero no los pantalones, la remera, los anteojos. Sí el calzado. El calzado y el reloj. El reloj me avisa si es hora o ya es tarde para hacer algo. Si el reloj da las once de la noche el día que el calendario marca que es martes, incluso cuando al otro día no tenga nada mejor que hacer, decido entonces que es tarde para ir a tomar algo, para ir a caminar un poco, para sentarme en el patio con el telescopio. Es tarde. Las once de la noche y las tres de la madrugada al cielo, a la calle y a la cierta cerveza le dan lo mismo. Pero a mí no. Mi tiempo es un producto más que adquirí y que lo divido según parámetros que aprendí y esas tres agujas son más reales que cualquier cachetazo en la frente. Yo: producto de los 90, producto de una generación pos-dictadura, producto de ser siempre niño frente a lo que fue la juventud pasada, producto de tercermundo, producto de celulares, producto de autos de papá, nenas de papá, discursos viejos. Y sin embargo me queda un poco de orgullo, de creer que de cuando en cuando puedo moverme entre las brechas de todo lo que soy-otro. Lo importante no es lo que hicieron de nosotros, sino lo que nosotros hacemos con lo que hicieron de nosotros. Mientras más para atrás menos desorientados parecen y más solos nos quedamos los del calentamiento global, la inseguridad, el neoperonismo, las relaciones abiertas y toda esta densa masa de nada publicitada. Y tengo veintisiete años. No soy Burroughs, y mi discurso ya es viejo.

Carmen tenía ochentaypico y se vino a vivir con Tomás (gallego de historia aparte) cuando la guerra civil española. No sé si se podría pensarlos por separado. Menchu y Don Tomás. Un discurso, hoy, que queda en pocas bocas. El gallego me llevaba a caminar por el barrio cuando yo tenía dos o tres años. Me mojaba cuando regaba las plantas, medianera de por medio. Le ofrecía una soga a mi vieja cuando discutía con el viejo, para colgarlo del alcanfor que él mismo había plantado en el terreno de mi casa, hará unos 50 años, y que todavía está acá, gigantesco; un monstruo de tronco terroso que no para de renacer. Carmen lo siguió. Ella era de una familia española rica y él era de una pobre. Un podri del 20. Estaban enamorados (en el 20 la gente se enamoraba, y eso no era un producto vendido; no eran anillos ni dos ambientes, no era vamos a comer afuera o cronicidades telefónicas; el amor era otra cosa, era algo previo a la propaganda y posterior a Madame Bovary). Tomás, para ir a verla, todos los días cruzaba un puente de piedra, custodiado por el ejército franquista que lo requisaba, los nacionales. Él era republicano. Estuvo preso. Carmen iba a visitarlo a la cárcel y, como todas las mujeres de los presos, lo veía desde afuera, por una ventana enrejada, por donde le pasaba comida. Carmen era una mujer muy hermosa que había decidido nunca volver a España. A España no la dejo dos veces decía. También decía que la mujer bien casada siempre parece soltera. Éstas cosas contaba La Gallega, entre otras más actuales. Porque La Gallega (cosa loable) si bien estaba marcada por el pasado, seguía viviendo el presente. Y lo hacía todos los días, al lado de mi casa. Yo tengo veintisiete años y todos los días me pesa, un poco más o un poco menos, un pasado que no es mío; cuestión de religión, fe y algunos documentos.

No valen culpas. No existen las culpas. Uno existe en múltiples planos, pero en una sola línea, que es el tiempo. Lo no hecho es lo no hecho, y sólo quedan palabras para reformarlo. Éstas no son las mías para hacerlo, esto que quiero decir tiene otro punto. Tiene como punto una medianera baja que me deja ver el terreno de la casa de Carmen. Está igual que siempre. La mesa que hace años no usa con los cuatro sillones de jardín oxidados. El cicus, el laurel, el tendedero. Los canarios hace años que no están. Los canarios eran de Tomás, que toda las noches los guardaba en el galpón de las herramientas. Cuando entraba ahí, de chico (hace muchos años que no voy a la casa de al lado), reconocía el olor a grasa y metal característico de los galpones llenos de herramientas, mezclado con el olor cerealero del alpiste e, imagino, cagadas de canario. Recién ahora que lo escribo me pregunto qué habrá sido de aquellos canarios... Está también la vieja cucha de Firulete, que fue el primero en irse, hace ya unos veinte años. Perro ladino... Firulete. ¿Qué nombre le pondría yo a mi perro español? Firulete, salvo por las reminiscencias tangueras, es bien gaita. Manolete, por caso. ¿Le podría poner Aldaba, o Alhambra, o Gaita?

Todo está igual que siempre, pero La Gallega no está. Al tendedero siempre le va a faltar una media colgada, aunque casi siempre estuviera vacío. No es lo que existe sino la imposibilidad, es la forma de la razón que sí nos hace ser el hombre que Focault dijo que murió. Es la noche uniforme discutiendo a las agujas de mi reloj, la tranquilidad y el terror de que todo es pasajero. Aunque pocas veces al día la viera pasar del otro lado de la medianera, ahora ya no la voy a ver pasar. Y no hay pena, porque ya los dos son algo muy mío; un dedo, una uña, unos lunares; una frase, un acento, un mojar a alguien con una manguera. Pero la silla frente al lago entonces. La cosa está ahí y dice una ausencia. Hay algo en la casa de Carmen, cerrada y quieta como siempre, que dice que ella ya no está. El pasto va a crecer y tal vez nadie lo corte, entonces las cosas, que parecería que ya no suelen cambiar para mejor como antaño -como cuando nosotros éramos los otros-, van a cambiar, y van a gritar lo que ahora recién están susurrando. Y todos mal que mal ya vamos a estar persiguiendo otros productos.

Atrás de nosotros se están apilando en el olvido infinitas vueltas de reloj mucho más importantes que las que recordamos; que las que nos hacemos recordar.

El tiempo no se mide en horas.




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Querido Mauro:


Te escribo esto mientras puedo. Hace unos días que lo vengo postergando y caí en que si no lo hago ahora no lo hago más, porque ahora todavía puedo, y me gustaría pensar que las ganas van a venir después. Las ganas de escribir esto, digo. Es raro que las ganas funcionen para atrás, pero no voy a empezar ahora, después de todo lo sucedido (que no parece tanto pero imagino que eso también es parte de la cosa misma), a empezar a cuestionar “rarezas”.


Me es difícil escribir esto, pero lo hago igual. Literalmente me cuesta... ya vas a entender. En fin, la cuestión: no sé muy bien cuándo comenzó todo y tampoco sé bien por qué. Un día dejé de ver las películas que me gustaban y quedaron ahí apiladas. Pero eso no es causa, es efecto. No sé. Algo se rompió el silencio y no sé bien qué. No saber qué se rompió hace que no me importe, y eso es terrible. Algo que está mal, pero que no existe, no puede estar mal en realidad, no puede ser terrible. Pero lo está. Pero lo es. Lo veo en la cara de algunos cercanos que miran como reclamándome, pobres.


Dejé de tomar café, por ahí es eso. Por ahí acepté que nunca voy a leer todos los libros de la biblioteca, que compré, creo yo, por poder decir “tengo ganas de conocer esto” más que por conocerlo en sí. Una biblioteca es un proyecto de persona también. No sé, tal vez fue salir un día a la calle de casa y ver que no quedan vecinos conocidos... En realidad nunca conocí a los vecinos, pero por alguna razón hoy estoy convencido de que sí, de que no sólo los conocí sino que fui a sus casas para las fiestas, que nos contábamos intimidades, que discutíamos y nos abrazábamos, que nos agarrábamos pedos cosacos y que en la infancia me enamoraba de la vecinita de enfrente, que se llamaba Alelí.


Nunca tuve una vecina Alelí.


Creo que fue por boludo nomás.


El punto es que, sin preguntarme por las causas de todo, parece que me las pregunté nomás, porque un día me dio la impresión de que todo da lo mismo. Yo sé que es mentira, porque a veces salgo y me río y miro a los pibes y un loco anda vestido de payaso por ahí y me siento bien, pero a la larga dura poco y vuelvo a casa a verme la cara en el espejo, aunque casi nunca me vea en el espejo, y cada vez me toma un poquito más entender que ese soy yo, que existo en el mundo y que lo altero, más no sea ocupando un espacio que bien podrían ocupar unos litros de aire.


En realidad todo esto no me importa. Lo escribo y con eso lo justifico, le doy una forma a pesar de todo. A pesar de que no sean ciertas. Me quedo con lo primero: algo se rompió, y está mal, y me importa un pito. Espero un colectivo sin boleto, y no voy a empujar para subir.


Creo que fue por boludo nomás.


Empecé a salir menos y a hacer menos, aunque no sé bien cómo funciona esto porque los días pasan igual y nada cambia, nada me apura, nada me quema. Bue, casi nada. ¿Te conté lo de la guitarra del viejo?


El otro día veía un documental (quizá fue el año pasado, o quizá sólo me lo comentaron alguna vez, no sé). Veía un documental que decía que dada la velocidad evolutiva del mundo y el pensamiento, el hombre podía experimentar saltos evolutivos en menos tiempo, más cercanos entre generaciones. Casi por generación espontánea.


A mí me tomó una semana.


Hace tiempo que dejé de tocar la guitarra. Era la guitarra del viejo, la de tapa de pino pulido y clavijas de nácar. Ya no componía; tomaba viejas canciones inconclusas e intentaba encontrar ese acorde, esa nota perfecta, destinada, exacta, que permita a la canción seguir, para poder así ser algo completo, singular. Pero no encontraba nada que me cerrara... Antes era tan sencillo; como salir y tocarle el timbre a Alelí. Pero Alelí no existió, y seguramente no haya sido nunca tan sencillo. Por ahí el problema son las ficciones. No importa. Nada, el tema es que creo que de tanto no tocar la guitarra fue que me salieron las dos verrugas sobre el revés de la mano. Todos los días durante el largo de una semana fui observando cómo iban creciendo. Me preocupé y pensé en sacar un turno en lo de Dermatti, pero no lo hice, lo dejé para después. No me preocupaba tanto, y ahí ves. Fueron creciendo hasta tomar largo y ancho aproximado de un dedo meñique, una opuesta a la otra. Con algún esfuerzo (¡más bien con bastante esfuerzo!) empecé a dominarlas, porque un poquito las podía mover a gusto. Parecían dos deditos atrofiados, como las películas de siameses. No podía más que juntarlas, ejercer alguna presión, y separarlas. Me pareció simpático en un principio. Bah, no. No me importó en realidad. Un jueves, a las siete y cuarto de la mañana, mientras me duchaba para ir al trabajo, se me cayeron los dedos de esa mano. Los vi irse por la rejilla. Parecían unas ramitas secas.


Cristian me criticaba que soy muy mental. Puede ser cierto, vivo más acá arriba que en el resto del cuerpo últimamente, pero bue.


Estos dos apéndices verruguiles me permiten agarrar un tenedor, escribir alguna consulta breve por mail y mandar mensajes con el celular, pero no tocar la guitarra. Hacía rato que no tocaba la guitarra y yo creo que fue por eso, como te digo. El tema es que vendí la guitarra y con eso me compré un celular que detecta el movimiento y tiene un programa especial, un bowling. Vos agarrás el celular, lo movés, como si tiraras una bola de bowling, el sensor ese detecta el movimiento y te dice cómo va la bola, así que puedo jugar al bowling en ese aparato, sin moverme de casa, y encima mando mensajes ¿qué tal? maravilloso lo de estos japoneses.

Igual no juego al bowling.


Como imaginarás, poco tardó en pasarle lo mismo a la mano derecha (la otra era la izquierda, por cierto). Pero bue, mando mails, pongo las monedas en la máquina del colectivo, agarro un cuchillo y te escribo esta carta. No es fácil, pero te acostumbrás. Uno se acostumbra a todo decía Edipo. Creo. No importa.

Te confieso que me dio pena no haber guardado los diez dedos, pero pasa. Siempre guardo muchas porquerías. Eso sí, tres días después, cuando me empezó a picar la encía me previne: busqué un alhajero que alguna vez perteneció a mi abuela paterna (la vieja coqueta) y lo puse al lado de la cama. Los dientes también se fueron todos de un tirón. Me desperté con la boca llena y los escupí en el alhajero. Limpito, sin sangre ni nada, porque parece que atrás ya venía pujando lo reemplazante. Estuve una semana a galletitas de agua y té. En la oficina me decían que me quedaba muy bien, porque bajé unos kilos. La gente es muy amable ¿sabés? Parece que nadie se diera cuenta de que te estás, literalmente, cayendo a pedazos, y te hacen comentarios sobre planillas, el culo de Jésica Cirio y lo caro que está todo, y eso te ayuda a seguir como si nada pasara.


No importa, el tema es que en lugar de los dientes me salieron unos corpúsculos epidérmicos gruesos y duros, como los callos que tenían los primeros dedos que se fueron, los que pulsaban las cuerdas de la guitarra, hace tiempo, cuando tocaba la guitarra. Tuve que acotar la dieta. Sólo como carne picada de cuando en cuando, sin sal ni pimienta (si supieras lo que arde esta dentadura de carne con los condimentos... ¡el chimi...!). Como principalmente verduras, bien hervidas, todo lo que se pueda hacer puré, y nada de lechuga o rúcula , la hoja es muy larga y estos tapones no cortan ( ya me ví envuelto en atoramientos y arcadas). Huevo a veces. Quizá pueda un morrón alguna vez... La verdad es que no está bueno, no se disfruta la comida; pero últimamente comía por gula, para matar el tiempo, la ansiedad, qué sé yo, y creo que esto en ese sentido fue un avance. Ya no me preocupo por las caries y estoy bajando unos kilos.


Me preocupa ponerme anémico. Tendría que sacar un turno con el médico. Me voy a dejar una nota... y ahí todo el punto de que te escriba: Hace unos días sentí un picor en el cuello y noté que me está saliendo una verruga que crece y crece. Imagino que es una nueva cabeza, así que no sé por cuánto más voy a tener ésta, que te quiere y te recuerda, antes de que caiga marchita, y es por eso que te escribo mientras puedo. Ya puse una caja al lado de la cama para que el nuevo la guarde. Si podés pasar por casa y llevártela te lo agradecería. Si no, no importa, no te hagas problema. Yo le dejo una nota al nuevo avisándole que por ahí... y de paso que se haga un conteo de glóbulos rojos.



Como siempre te dejo un abrazo muy grande.



Nifa.




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Recuerdo cuando no te conocía
y las palabras de estas noches
tenían otros nombres.
Otra sombra sobre estas palabras
contaba otras historias
de otros futuros ciertos,
completos y cargados,
y que ya no.



Tal vez un poema de amor
nada tenga que ver con el amor.
Tal vez el amor
sea tantas otras cosas.

23:24 Comment0 Comments

Si te ponés a pensarlo lo que se mueve es la mente, no la bandera. Maestro, preguntó el monje, aquí discutimos acerca de la bandera; él dice que no es la bandera la que se mueve, sino el viento; yo digo que lo que se mueve es la bandera, no el viento. El maestro contestó que ni uno ni lo otro, que lo que se movía era su mente. Si hay cambio, está en uno, no en las cosas. Las cosas son más o menos siempre las mismas. Hilando fino sí, nada tiene que ver una cosa con la otra, y los que las hacemos semejantes a otras somos nosotros; pero uno puede reconocer siete u ocho situaciones, que son todas las que vivirá un hombre bajo este sol, y estará en uno darles desenlaces óptimos, sean ellos los que sean. Quizá para uno sea un desenlace que le provoque tranquilidad, una estabilidad, un jarrón en el centro de la mesa, un cuerito que no gotée, un filamento de carbón que no se queme. Para otro lo óptimo quizá sea que cada una de esas situaciones iguales genere consecuencias nuevas. Llegar y que en vez del jarrón haya un mingitorio, o una casa colmada de velas, feliz. Del cuerito no hablamos, a nadie gusta que un cuerito gotée. Nadie toma esa bifurcación del sendero. Seguramente lo sano no sea ni lo uno ni lo otro, sino un poco de cada cosa. La ansiedad mató pescador (o lo puso flaco). Recuerdo que cuando era chico era demasiado ansioso, y tenía que tenerlo, el lo, eso, fuera lo que fuera. Mamá me avisó que el tío estaba durmiendo en la habitación. Me molestaba este mastodonte que todos los domingos venía y se echaba a retozar en esa pieza. Me acerqué entonces y con gran precisión, con suma lentitud, comencé a abrir la vieja puerta de madera. Los goznes comenzaron a lamentarse del óxido y a gritar por ese lento abrir, esta demorada tortura. Carajo, pensé con miedo. ¿Qué mierda querés? ¿qué pasa, tanto ruido?, me dijo una voz grave y ronca. Le contesté. Ahora andate, tarado, me dijo, y basta de ruidos. Se dio vuelta bufando y no atiné más que a irme. Cerré rápido la puerta y esta vez no rechinó. “La próxima vez: rápido”, aprendí.

Ahora tenía a Daniela frente a mí. La calle estaba casi vacía a esta hora y las voces parecen escucharse más graves y claras, más puras y personales. El colectivo seguramente tarde en llegar y la quiero. Sospecho que lo sabe. “Te quiero” pienso. Y mirá qué lindo, porque ahora seguramente te doy un beso en esta parada tan fría y vamos a estar mejor; y vamos, los dos, lo sé, y tu martes también va a ser distinto y particular, va a ser un martes nuevo que va a iniciar una semana nueva, va a trastocar el miércoles que viene por un miércoles diferente, y el jueves, y el viernes; como patear el martes y molestar un poco al orden de las cosas, abrir otras puertas, ponerse otros ojos, activar otras antenas. Un miércoles de nuevos titulares; el día ya no va a ser la clase de química sino esta nueva cosa del nuevo martes. No sé. Es lindo y bueno, y eso ya, hoy, es el mejor argumento que puedo ofrecerte. Pero mirá estos tres metros que nos separan, vos, tan ahí, sentada, y yo, parado, tan acá. Las palabras como viaje de acá hasta allá es inevitable. Sí. “Daniela te quiero”, y es tan corto, tan tres palabras, tan simple, que no vale la pena postergarlo, y entonces:

- Daniela...

Sorpresivamente me veo atacado por un terrible ataque, como de tos, violento, sonoro, provocando que mi garganta se convierta en cosas como “¡Cofs!”, “¡Tjahs!”, “¡Ghsta!”. Y digo “como” de tos, porque en realidad sonó más bien como:

- “... este bondi no viene, y el frío, y la hora, y vos tan linda sentada ahí... que me puse a pensar... ja, ¿qué lío estas cosas, no?... no es fácil, digo... siempre alguno arriba que te jode, y otro más arriba que nos jode a todos, y cada vez somos menos los que..., y encima tanto facho hablando en la radio, y siempre con que Estados Unidos, y las guerras... no sé, esto de estar de noche tranquilos esperando un bondi... no en cualquier lugar, eh... pensá si no Chechenia...”

Y vos entonces te sonreíste y me dijiste “salud”, compadecida... o más precisamente:

- Sí, no te preocupes, no creo que pasen esas cosas... Igual nunca estuve en Chechenia. Mirá, ahí viene un taxi.”


.

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Unos días antes hablaba con Marcos y me decía que me deshaga de la biblioteca. Es ridículo, le contestaba, son muchas cosas, no sabría qué hacer con ellas. Además es la biblioteca, es como tirar algún cuadro, alguna foto, una carta. No seas boluda, me decía, tirá a la mierda esos libros. Te los podés volver a comprar más adelante. Y de paso deshacete de cuadros, fotos y cartas si te van a traer problemas. Igual no de todos, dejá algo, siempre es conveniente ser un poco desprolijo. Ser cuidadoso a veces también es ser desprolijo. Retórico de mierda, le contesté.

Corté el teléfono después de seguir discutiendo un rato sobre subrayes realmente significativos y otras cosas sin demasiada importancia. Quedamos en juntarnos a tomar algo la semana que viene, pero siempre quedamos en tomar algo la semana que viene... A veces puede ser tan tonto Marcos, y le queda tan lindo ser así de tonto. Pero esa tontera nada tiene que ver con deshacerme de estos libros. Una vez habiendo cortado me quedé un rato más en la cama, recostada. El sol entraba por la ventana y me calentaba los pies. Siempre asocié el calor del sol con sabores dulces, no sé muy bien por qué. Creo que algo tendrá que ver que aquellos primeros soles de tarde que recuerdo (como si recordar fuese un acto consciente) venían acompañados de un té con leche y unas vainillas... tendría que comprar vainillas... Pero el té con leche y vanillas ya no tiene el gusto de antes; ahora tiene gusto a lo que no alcanza a ser, mezclado con el apuro de las cosas que tengo que hacer, el reloj apurado, la radio, los horarios... “tirá a la mierda los libros... y los cuadros y los recuerdos y las cartas”. ¿A qué mundo me querés llevar a vivir, Marquitos, si no puedo tener libros y dibujos y amigos efusivos? Ni siquiera recuerdo muy bien qué decían esos libros. Alguno habré subrayado, y ya no sabré en qué parte, ni por qué. Con algunos estuve de acuerdo, con otros no. Ya no sé cuál es cual, hay muchos... El otro día agarré uno de lomo resquebrajado (ya no hacen libros como antes, este libro tenía por lomo una telita como de gasa, vieja, seca... hoy los libros ni siquiera envejecen dignamente; ni siquiera se amarillentan). No entiendo cual es el problema. No gano una discusión, me quedo sin palabras. Me aburro terriblemente si no leo; pero a veces me aburro terriblemente también leyendo.

Basta. Es hora de dejar de remolonear. El sol en las rodillas ya me da calor. Me levanté y fui a la biblioteca. Me quedé parada frente a la biblioteca un rato. No sé por qué, no soy una defensora rabiosa de los libros, la vida no está en los libros, o al menos no sólo ahí. A veces los libros son incluso insanos. Ja, si lo dijera en alguna conversación con Alejandra me arrancaría los pelos de a uno. Pero sí, hay que ponerle una correíta a los libros y sacarlos a pasear, a ver cómo se llevan con la calle; hay que ver cuántos se quedan ahí, clavados, haciendo fuerza con las patas de atrás porque no quieren caminar, los que se achican ante el primer mastín y esperan a escuchar que se cierra la puerta para ladrar desde la comodidad de la alfombra. El libro de gordito pequeño burgués, como le dicen los barbones de la facultad.


Pero es verdad que si el libro no sale a la calle de nada sirve. Ahí se mueren y se retuercen apellidos célebres en la biblioteca. Se enojan, porque cuando los nombran en las clases los tratan de señores, pero en casa los tratamos de “che”. Por ahí le doy el gusto a Marcos y me deshago de esos.

Marcos, Marquitos. Sé que me querés. Tenés muchos cosas en la cabeza ahora, y sé que tenés miedo, y que tenés miedo también porque me querés. Ale me contó que quemaste la colección de Lenin, con lo que te había costado comprarla con ese sueldo miseria que ganás ¿Habrás llegado a leer alguno? No creo. Y no creo tampoco que te conforme el poder volver a comprártelos más adelante, a vos los libros te interesan tanto más que a mí y a mí ya me molesta esa idea. Habrás ido a medianoche, cuando los vecinos estaban durmiendo, con los libros en una bolsa, y los habrás tirado de a uno en el incinerador. Habrás mirado para otro lado, como cuando te sacan sangre. Si no lo ves, no pasa, y la mano que tira el libro es de otro, y no estás quemando un libro, lo estás prestando nomás, en unos años lo vas a tener de nuevo y lo vas a leer. Pero cuando lo leas, dentro de unos años, ya no va a servir de nada. Habrás llorado Marcos... O por ahí no, por ahí fuiste silbando hasta el incinerador, a las tres de la tarde, saludando a la portera con un guiño.

Yo soy tonta: ton-ta. No importa si leo o qué leo, porque al final no lo recuerdo, y por ahí ni siquiera lo entiendo... A menos que eso que leo e imagino y olvido se pegue como la hepatitis, como una enfermedad que te dura lo que te dura, pero jode de por vida, y por más que no esté en crisis eso siga ahí, rascando, eligiendo qué voy a digerir y qué me va a dar una pataleta...

¡Basta, mierda!

Esa misma noche me despertaron unas luces en la pared. Había un auto de policía en la esquina haciendo qué se yo qué. Las luces no llegaban con mucha fuerza y los policías eran cordialmente silenciosos, pero yo tanto darle a la cabeza esa mañana que no sé qué decía Freud del subconsciente, y más importante, la Tía Amalia que siempre decía que durmiendo en el colectivo contaba las cuadras, porque siempre se despertaba en su parada... el tema es que me desperté con un julepe que te lo debo, y ahí nomás me puse frente a la biblioteca a elegir. “Dejá algo también, siempre hay que ser un poco desprolijo”. Se fueron tantas cosas que quería esa noche. Algunos ni siquiera los había leído tampoco, pero bueno, así tenía que ser. Mi mano tampoco era mi mano cuando elegía y los iba sacando, cuando iba revocando la biblioteca. Mi mano estaba gorda, con anillos, con viajes a Italia, a España; estaba llena de moral y buenas costumbres, mano hipócrita, tanto se reía de la moral y a las buenas costumbres. Sin grandes desmanes, siempre cotidianos, chiquititos, urbanos. Había hecho algún gesto obseno esa misma tarde; y hace diez días nomás había sido cómplice de hacerte el amor, Marcos. Te había acariciado el pecho, el cuello, y vaya a saber qué otras cosas más que ahora no recordaba, gorda, anillada y viajante. Pero era una mano con culpa, porque a pesar de todo es mi mano, la que te había acariciado, la que metió un dedo en tu boca y lo humedecía en tu lengua, y otro dedo en tu cerveza y le revolvía la espuma, juguetonamente. Y sí, la que a veces me acariciaba a mí también papá, mamá, monja, vecina de la “oh” automática.

Todo lo que fuese ensayo, algo con un resto político, todo lo que tuviese el logo del círculo editor (o parecido, no esperaba jueces demasiado críticos) fue a parar al fuego. Los otros, los amigos, los personales, esos los enterré en el patio, esa misma noche. Ahí quedaron cubiertos de tierra Julio, Mario, Simone, Carlos (Fuentes, Onetti... no vaya a ser que pelearan por cartel), Leopoldo, Gudi... Isidoro Blainstein también, no sé si era conflictivo, pero escribe “lindo”, y por algo me pareció que si escribía lindo no podía ser bueno tenerlo ahí a la vista. No por lo que él decía, sino porque yo le decía “lindo” y sentía que esta persecución ética en el fondo también era estética, y que yo, que definía un libro como “lindo”, metiese en el medio una palabra de cuatro sílabas, derivada del griego, para definir algo más o menos cotidiano, como puliendo lo que quiero decir con un repasador (porque se tienen que fregar los platos con seda, pero no los monumentos con repasadores, qué falta de respeto); y que encima la palabrita fuese esdrújula -palabras Luteranas en el culto de la lengua-, me pareció que me podía jugar en contra.

Los enterré hondo, y les tiré a cada uno el primer puñado de tierra con afectación real.
Al volver a la casa pensé en los discos... pero eran pocos y no creí que tuviesen demasiado problema con Rita Lee, aunque mi mano gorda y anillada no quería detenerse ya y seguía eligiendo de reojo entre los discos, entre los cuadros, entre las cartas...

Yo sé que me querés Marcos, pero no sé si te puedo explicar lo que era pasar por esa biblioteca y ver los blancos que quedaban. Parecía una cabeza con mechones de pelo arrancados, como siempre mostraban en las películas de orfanatos. Cañonazos, fueron cañonazos que se le dieron, y yo apunté a donde... Además de los reclamos que me hacían esos blancos, me parecieron espacios sospechosos, y pocas horas duró la biblioteca así hasta que apilé los restos en los rincones. No me importaba (aunque lo quisiera al viejo) que Borges se tocara con el diccionario de un lado y un librito de Geografía de segundo del otro. Ese mismo lunes, cuando salí de la facultad, compré un par de libros baratos y vistosos, y rellené los espacios como si fuesen floreros.

Yo sé que me querías Marcos. Tan prolijo que eras y te olvidaste el sobre de una carta mía. El domingo vinieron a mi casa, por la tarde. Todo fue muy cordial, pero había algo en esos tres que entraron (quedaron dos en el auto) que me ponía los pelos de punta. Hablamos un poco sobre temas cotidianos (que no incluye el precio de la papa, eso es economía) y al final lo soltaron: me preguntaron por vos, les dije que hacía unas cuantas semanas que no te veía, que me habías llamado la semana anterior, discutimos y te corté. Sobre qué discutimos, me preguntaron, y yo les contesté con una voz de mucama feminista que querías que redecore, y que sobre eso habíamos discutido. Sobre sacar la biblioteca –que, sin demostrar demasiado interés, los tres que entraron a casa no dejaron de revisar como al pasar- y un par de cuadros. “Yo no quiero vivir en una casa minimalista” les dije, y me asusté por pronunciar una palabra tan larga. “Me gustan las chucherías” agregué enseguida. Les ofrecí café, pero lo rechazaron; y menos mal, porque las manos escondían un temblor, y si me iban a llevar que sea por vos, y Julio, y Gudi, y Simone, y la estética y el minimalismo, pero no por el tintineo de unas tacitas de porquería. Me preguntaron si me habías dicho algo más. “Quedamos en ir a tomar algo, pero siempre quedamos en ir a tomar algo”. ¿Eso es todo?, preguntaron. Sí, dije. Saludaron cortésmente y se fueron.

Te llamé ni bien se fueron (vos tan prolijo y yo tan descuidada) pero no antendías. Ya no atendiste más. Ya no supe más nada. Tu vecina me dijo que habían entrado un par de noches atrás y se los habían llevado.
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Ya no vivo más en aquella casa. A veces paso y veo lo cambiada que está, la nueva historia que vive. Ya no tiene más el zaguán del frente, y en el fondo hay tres árboles grandes. Todavía hoy no sé de jardinería y no sabría decirte qué árboles son, pero a veces pienso que son míos, y que echan sombras a su manera, de Isidoro, de Gudi, de Simone, de Julio...

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2/08/06
Estaba sentado en esa mesa de bar con una luz baja, aspirando el humo de cigarrillos ajenos y pensando en prender uno, pero ya no fumaba. La silla frente a él estaba todavía desacomodada.
-Después la corro -murmuró.
Todavía sobraba un poco de cerveza en su vaso, y algo más en la botella que sudaba. Las gotas se sumaban en marcha lenta, unas a otras, e iban dejando una marca en la mesa que iba a acusar su presencia. Ella había hecho lo propio con su imagen en la silla del frente, poco a poco.
"Claro... esto es así", pensó, "claro... No es ni pertenencia ni posesión, tenía razón al final. Es admiración. Cada cual uno, disfrutando del otro, sí...", pensaba, mientras lamentaba saber que más tarde lo olvidaría. Y eso pensaba, sí, ni pertenencia ni posesión. Admiración activa, sí. Porque esa relación entre el hombre y la mujer no es solo amor, "fuck all you need is love" dijo. Si no alcanza con quererse. "¡Si ni siquiera importa quererse!", blasfemó con fe. Mirarse y quererse, ver cómo se quieren, disfrutar lenta y estorbadamente de cómo quererse, e ir quedándose, poco a poco, estático como una mala estatua de plaza, con la cara idiota intentando acercarse a un árbol. No. En sorprenderse estaba la cosa, en ella de aquél lado de la mesa y yo de este, sin pasar ninguno de los dos al lado del otro. ¿Para qué? si ella se ve tan linda de aquél lado de la mesa y yo de este.
No, no me preguntes de mi día ni si estudié, no.
No me creas, no. Tampoco me preguntes, no, imaginate.
No me jodas, por favor, eso es todo.
Y no me jodés. Qué bueno, pensó.
Y cada cual de su lado de la mesa. "Vos en tu silla y yo en la mía" pensaba. La silla frente a él estaba vacía, aunque desacomodada.

Imaginó su cuerpo otra vez, mientras acariciaba las gotas de la botella. En ese abismo tan encantador y consensuado que habían acomodado entre ellos (aunque a veces lo saltaban sin más, para pedirse no más que una taza de azucar). Pensó en humos (siempre que estaba solo pensaba en humos... decididamente no era un fumador social) y en luces de veladores bajas. En música, y en libros que nunca leyó. En cosas para escribir. En la acabada cerveza. En otras viejas y terminadas cervezas. En el humo que flotaba, azulado, en el aire.

-Disculpe, ¿Me daría un cigarrillo? -le dijo a otro de su edad que estaba con una mujer en la mesa de al lado.
-Sí, tomá, todo bien.
-Gracias flaco.

Encendió el cigarrillo de otro en su boca. Miró la hora. Era tarde.
Miró a la barra (a escasos metros de la silla) y levantó un dedo:

-¿Me traes otra?

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Un pie ridículamente pequeño es el fin de esa pierna obesa y hermosa de tierra, que quieta camina por el mundo.
El muslo azul besado por una lengua pacífica.
Sangre tibia, calor, transpiración y ritmo, violencia y ternura, torpezas y sutilezas.
Hombres.

Sexo y amor, fuego, frío y una deuda acá adentro.
Tierra animal y apasionada, verdes y sabores.
Un ángel humilde, de colores, te regala una sonrisa y un escote en una esquina.
Alguien joven que muere lo mismo.
La muerte con una flor en los labios.

Una camioneta vieja va cargada de plantas y flores. Un sueño pendiente bosteza sobre el volante y presta atención al chico en el asiento del acompañante, que hace lo suyo y lo acompaña a ser injustamente pago. Y es hijo, y es padre, mientras una corbata en un auto ajeno generosamente te perdona la vida en una bocacalle.

Tetas, pobrezas y alegrías sucias.
Las verdaderas alegrías son sucias y torpes. Llevan dulce de leche en la comisura, manos embarradas, pelotas ajadas y uñas desprolijas.
Un arma va cargada por la ciudad en un bolsillo joven. Estalla en un fogonazo de existencia.
Un arma cargada de injusticia, de puertas cerradas, de olvidos y negligencias, de desprecios y menosprecios. La furia al gatillo. Un fogonazo que lo pone en el mapa, y acciona en el mundo.
Un fogonazo que lo ilumina y lo hace visible. Él sólo gatilla.
El que cargó y el que recibe cree que el otro es el otro.
Labios ignorantes y ombliguismos. Libros llenos de ideas muertas, de calles que ya no existen, de gente que ya no existe. Libros ingenuos que te engañan. Letrados ingenuos que se engañan.

Un monstruo retaceado de vacíos y billetes te pone remeras, anhelos y codicia.
Anochece
El tiempo no alcanza.
El cuerpo cansado. Tantas soledades ahí afuera.
La calle vive en caras diferentes, a punto de estallar,
en otros rituales,
en otros idiomas.
Alguien acaba de morir. Alguien acaba de nacer.
Una historia está terminando, eventualmente comida por el olvido. Otra comienza.
Las separan pocas cuadras.
Acá al lado dos cuerpos hicieron el amor. Se penetraron. Dos hombres se encuentran suavemente en un beso.
(Es el primero con un hombre. Se siente bien, ajenamente bien).
Una hija de la vecina se acaricia el vientre y no sabe si tener o abortar. La hermana menor, de trece años, recibió una carta de amor y la lee en la cama, rápido, con el corazón en la boca.
La madre, frente a la lumbrera boba, condena la escalada de piel ante sus ojos. Ninguna sabe lo mucho que ha cambiado el mundo. Ninguna pensará en lo mucho que debe cambiar el mundo todos los días para permanecer siendo el mismo.

Un furgón colectivo zapatillas ojotas viene lleno de cuerpos cansados y prematuramente envejecidos.
Acaba de nacer alguien más.

San Pablo, Cusco, La Paz, Padua.

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En estos últimos días, en que la redondísima luna se paseó desnuda en toda su compactísima gordura, me encontré convertido por momentos en hombre lobo. Este lobo calzado con cordones ajustados en el justo punto y bolsillos donde guarda las uñas (como aprendió en tiempos en que los cubresillones eran más elegantes), ve enhiesto el pelambre de la nuca, henchidos los muslos y un callado grito de homenaje que explota en silencio, soterrado en la garganta.

El hombre lobo se arroja al piso, a sus cuatro patas, ancho y tenso, como subido al techo de un tren en movimiento, y yo juraría que sonríe cuando saca la lengua moviendo desaforadamente el rabo peludo, reprimiendo los movimientos que explotan dentro de él, y me mira pidiéndome permiso. El lobo hombre que soy yo se contiene de soltarse en una carrera imposible a la luna. El otro, algo más tonto, me mira y me pide permiso con los ojos brillosos, asiosos, para comenzar la corrida, los saltos, los aullidos. Ese hocico de lobo que compartimos se siente de acero pulido cuando son sus dientes los que se muestran. Yo todas las mañanas cepillo los míos contra la placa bacteriana. A veces lo siento emboscado dentro de mi ojo, deseando que un movimiento torpe llegue hasta la encía y un pequeño rastro de sangre, más no sea el mío propio, dibuje la frontera de los dientes, excite el ánimo de una dentellada al aire. El lobo me explicó hace algún tiempo que todo consiste en el chasquido del hueso, y no sobre qué se cierran los caninos.

Es el lobo el que quiere saltar y colgarse de la luna. Es el lobo elque se enamoró, el que sonríe y la llama por su nombre. A veces ese astro de hueso raído me señala y me acusa. Me reta por privarla a ella del lobo, que tanto se esmera en conquistarla. Otras veces, las más, el lobo acude al primer llamado oído, y se acomoda en mis despeñaderos por unos días, hasta despedirla.

En ocasiones este lobo hombre recuerda épocas cuadrúpedas, y tales días se lo ve llegar cansado al trabajo por la mañana. A las tres de la madrugada aquella amante se ha colado por la ventana y reptando lentamente por la cama le acaricia las piernas, luego el pecho, y más tarde le besa el rostro, antes de perderse entre las hojas del alto laurel de Carmen, la veci
na.

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Largo tiempo ha, en un pueblo de montaña, a pocos saltos de cabra de Viena, vivía mejor afinador de instrumentos musicales que la Europa de ese lado de Polonia haya conocido: Serge Fruedhel. No existía timbre que desconociera, instrumento amotinado al que no pudiese convencer de sonar como debe ser, como la teoría de quintas manda, como el refinado oído de la gente del pueblo merecía.


Ya que probado está eso de que nada es casualidad, la razón de que Fruedhel haya sido tan buen afinador, en buena medida se debía al pueblo. Éste era un pueblo de músicos. Todos se dedicaban a la música, a distintos instrumentos, a distintas variables melódicas. En la Calle del Clavicordio se encontraban los barrocos y los teóricos experimentales de rock sinfónico. La Calle de los Metales pululaba de saxofonistas, trompetistas, tubistas y un xilofonista cuyo desconcierto sonoro era remarcable, mas no parecía tener mayores problemas con su dos ambientes, a la calle, luminoso. Así la Cortada del Pandero, el Pasaje del Corno Inglés y la Plazoleta de la Música de Cámara, donde se juntaban las tardes de domingo los vecinos a charlar y planificar puentes, calles y disposición de la iluminación vial; aunque solía suceder que simplemente olvidaban la conversación, uno decía: “maestro, ¿por qué no se deja caer unos acordes?” y adiós a la organización, comenzaba la improvisación hasta la falta de buena iluminación vial impedía que continuasen.


En tales condiciones era inevitable el surgimiento de esta figura, de este brillante afinador. “Déjeme el instrumento”-decía- “Mañana lo tiene listo”. Y así afligido, el músico se alejaba solo de la casa de el afinador. Serge pasaba alrededor de una hora con cada instrumento, preguntándole, en el lenguaje que los instrumentos entienden, qué le sucedía, cómo se sentía, si fueron duros con él, si lo trataban con imprudencia. Conocido era el caso del piano que insistía en sonar agudo y se desafinaba a cada rato, empeñado en decir que había nacido como pianola, encerrada en el arpa de un piano. No faltaron las guitarras que clamaban ser banjos y las trompetas que decían ser trompetas, y que eso era toda la excusa necesaria para sonar como les diera la gana.


“Una hora cada uno” decía, y no tardaba más en ajustar los martillos que un pianista imprudente había castigado con dedos duros, en lubricar los pistones de la trompeta, que Körthzer siempre olvidaba lubricar y que la hacían cantar con catarro, y una hora en ajustar los parches de los redoblantes, que cada tanto se sentían tristes por tanto golpe y se estiraban en un suspiro grave.

Un día una gran fábrica de instrumentos decidió instalarse en el pueblo. Sus administradores y contadores se lamentaban largamente por no haber descubierto el negocio antes. Anotaron en sus grandes libros y balances todas las muchas pérdidas de dinero que habían sufrido por no haber puesto la fábrica allí 10 años antes (que para los administradores y contadores son pérdidas reales y lloran así desconsoladamente por las cosas que jamás pasaron). Apenados por estas pérdidas, entonces, la fábrica sufrió la presión de una gran exigencia productiva y comenzó a fabricar montones y montones de instrumentos. Los trabajadores trabajaban más tiempo y más duro, aplicados a la excelencia de los trombones y las castañuelas. Eran los instrumentos más hermosos que jamás se hayan fabricado. Por supuesto, los trabajadores eran los mismos habitantes del pueblo, que por un tiempo fueron muy felices, viendo cómo todos ahora tenían trabajo y compraban caballos bayos, compraban instrumentos de la fábrica a mitad de precio y tenían dinero para iluminar calles y hacer el puente de dos vías en el arroyo que cortaba la Calle del Diapasón. A pesar de esto, el tiempo pasaba y la gente ya no era tan feliz. Estaban muy cansados y toda la ciudad empezó a volverse más ruidosa que musical. Los acordeones, tambores, oboes y clarinetes dejaron de sonar por las tardes para hacer lugar a los chirridos, pitidos y golpes de la fábrica. Así, como todos trabajaban tanto, y estaban tan cansados, y ya no tocaban sus instrumentos, los instrumentos no se desafinaban. La tristeza mayor estaba en que ya a nadie le importaba. Claro que en ese nadie no estaba Fruedhel, que comenzó a preocuparse porque cada vez tenía menos trabajo, y pasaba el día deambulando lánguidamente por el pueblo, a tono (como no podía ser de otro modo) con el resto de la gente.


Una tarde, sentado en la Plazoleta de la Música de Cámara, escuchó a la panadera y Frau Bertha saludarse con desgano. “Buen día Frau Bertha”, “Buen día a usted... Fraulein”. Se dio cuenta en ese momento de que en efecto nunca nada es casual, y que todo lo sometido al abandono se gasta y desafina. La gente era la desafinada ahora. La gente sonaba mal, la gente era la que estaba fuera de tono, y así comenzó a prestarle atención a los “mmmmh”, “ufff”, “aaah...”, y algún que otro “grrr”. Timbres feos, sonidos que faltaban a la teoría de quintas, a lo que el refinado oído de la gente del pueblo antaño gustaba de escuchar.

De este modo, entendiendo que a la larga un sonido es un sonido y una persona no se diferencia demasiado de un instrumento, entendiendo que cuando hay algo mal, hace ruido y suena feo, a la mañana siguiente talló, con un viejo cincel la palabra “gente”, justo debajo de su viejo cartel que desde siempre decía “Se afina”. Afinador al fin, de a poco, con alguna reticencia, la gente empezaba a ir a su viejo taller. Una hora con cada uno, sus días se iban poblando cada vez más de trabajo. El procedimiento era igual al de los instrumentos: los hacía sonar un rato, tratando de escuchar cuándo sonaban mal, y entonces comenzaba con las viejas preguntas, entonces cómo se sentía, qué le pasaba, entonces si fueron duros con él, si lo trataban con imprudencia. La gente empezaba a sonar, y él iba buscando el pistón seco, el martillo castigado y el parche blando; o los problemas de vocación, las ironías del jefe inepto, el marido desatento o la esposa gritona. Incluso notaba que, como los instrumentos, era necesario volverlos a afinar con regularidad, y luego cada vez con menos frecuencia, ya más acostumbrados a sonar como debían.


El pueblo contento y Fruedhel adinerado, amplió el taller, e incluso hizo una pequeña escuela de aprendices de Luthiers-de-gente, a la cual asistían jóvenes de pueblos vecinos. Se dice incluso que uno de sus aprendices de Viena fundó su propia línea, aunque es sabido que de Viena no se puede esperar más que salchichas.

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He tenido la oportunidad de hacer el amor con algunas mariposas, yo, que no recuerdo cuándo no fui polilla.
Tal belleza te embellece.

Belleza verdad
Belleza verbo
Belleza de piel infinita
de piel con pelusa
de pelos oscuros
de sentirlos en los labios
de rozarlos en un beso.

Belleza.

Y yo sigo siendo una simple polilla, siempre polilla, que alguna vez, por generosidades mariposas, pudo ser bella.

No sé contar historias
soy un todo de momentos.

Una semana es mucho tiempo.

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Ordoñez trabaja de noche, porque a pesar de todo lo que se supone, de noche también se trabaja. Ahí afuera, mientras dormimos, hay gente haciendo sus tareas. Por la mañana, cuando los demás van a trabajar, a estudiar, o a lo que sea que hace la gente que hace cosas mientras el sol está ahí arriba alumbrando, Ordoñez se viste con su ropa de salir a dormir, que es su pijama de rayas violeta, se lava los dientes y se acuesta en su cama, del lado de arriba, y esto relaja a Ordoñez.

No está de más decir que los trabajos nocturnos suelen diferir de los trabajos diurnos. Hay menos diseñadores gráficos, algunos panaderos que preparan masas y faturas para que lleguen calientes al desayuno de las seis y media y al de las nueve, y puedan ser honrosamente hundidas en café con leche. Hay serenos, botones de hoteles que esperan a quienes gustan viajar de noche. Hay mozos de café que atienden a los sedientos que se desvelaron, y también hay monstruos de debajo de la cama, que resulta ser el trabajo de Ordoñez. El trabajo dignifica, y Julian Ordoñez, 41 años, soltero, sagitario, peluquero aficionado, se ha convertido en un monstruo de debajo de la cama, profesional y de trayectoria.
Hace ya muchos años Ordoñez se encontró sin empleo y con dificultades para conseguir uno. Como no conseguía trabajo como peluquero (no se enojará Ordoñez si admitimos que en aquella época todavía le faltaba práctica y carecía de destrezas suficientes con el peine y las tijeras), atendió al aviso del diario en el que se solicitaban monstruos de debajo de la cama (con o sin experiencia). Leído en una placa, alguna vez, aquello de serás lo que debas ser o no serás nada, Julián Ordoñez supo que, de no ser peluquero, lo mismo daba monstruo de debajo de la cama que astronauta, programador o instructor de yoga.
Ya pasada la entrevista, bastante típica por lo demás (nombre, edad, estado civil, espantos previos, etc.), ya presentados sus compañeros de trabajo, que eran Reyes (encargado de los ruidos en el ropero), Campos (encargado de las sombras que se ven con el rabillo del ojo) y Caeiro (encargado de los ruidos de pasos fuera de la habitación), comenzó su tarea.A Ordoñez le tocaba ser el monstruo de debajo de la cama.
Como es sabido, este humilde trabajador de la noche no tiene una tarea específica más que el estar ahí. Un monstruo de debajo de la cama normalmente no hace ruidos extraños. Ni siquiera necesita mostrarse a sí mismo debajo de la cama, sino que lo que tiene que hacer es estar ahí. El usuario de la cama (el durmiente) sólo tiene que suponer, sentir que debajo de la cama hay un monstruo, un monstruo terrible que, de no subirse el durmiente rápido al colchón, lo tomará de los pies y lo jalará hacia abajo. Estas son puras habladurías, ya que en ocasiones el durmiente viene tan bien predispuesto que ni siquiera hace falta el monstruo, y en otras ocasiones el monstruo es Ordoñez, hombre bonachón, peluquero aficionado, sagitario; cuestiones que no afectaban su tarea porque él podía ejercer magistralmente el estar-ahí. El iba y estaba, y eso lo hacía muy bien.
En los años que lleva como monstruo de debajo de la cama, Ordoñez pocas veces ha tenido que evidenciar su presencia-allí. Un solo caso fue el del durmiente que decidió que no había monstruo alguno bajo su cama y se levantaba a comer a altas horas de la madrugada, desafiante. Ordoñez se vio obligado, entonces, a utilizar su bramido de monstruo de debajo de la cama, recurso al que deseaba no tener que apelar, ya que Ordoñez, antes que monstruo, es Ordoñez, y no le gusta asustar a la gente. Este bramido era bastante similar al maullido de un gato, dado que Ordoñez no sabía cómo es que suenan los monstruos de debajo de la cama, pero consideraba que era capaz de imitar fielmente a cualquier gato que se propusiera, real o imaginario. En aquella oportunidad afortunadamente la cosa no pasó a mayores, pero Ordoñez, que no se toma las cosas a la ligera, supo que el bramido-maullido no convencería en posteriores ocasiones, así que decidió llevarse todas las noches al trabajo un diario con un velador pequeño, esos veladores chinos que venden en cualquier tienda y por tener una base se salvan de ser linternas de mano. Así Ordoñez todas las noches leía el diario, y el durmiente, desde arriba de la cama, en caso de decidir un motín contra la presencia de Ordoñez, al asomarse al borde del colchón veía una luz pálida debajo de su cama, acompañada por un ruido casi imperceptible, pero que delataba la presencia del monsruo debajo, planificando... que a la larga no era más que Ordoñez aprovechando el rato y pasando las páginas finísimas del diario, revisando los resultados deportivos de la víspera y leyendo las historietas.
Ya cómodo en su trabajo, con un reconocimiento del gremio gracias a la implementación de esta linterna, que pasó a ser obligatoria a los monstruos de debajo de la cama, como los borceguíes con punta de acero de los obreros de las fábricas, Ordoñez comenzó a notar que las noches eran demasiado largas y que, a pesar de que la lectura del diario le ahorraba un tiempo de lectura por la manaña antes de ir a dormir, le gustaría aprovechar un poco mejor ese tiempo. Recordemos que mientras Ordoñez está trabajando, el durmiente hace lo que se supone, que es dormir, y un durmiente normal duerme aproximadamente siete u ocho horas. De éstas, Ordoñez tranquilamente podría dedicar 6 a algún estudio, análisis, deporte o afición que desease cultivar, sin daño a su trabajo, y haciendo valer realmente esas horas de ocio. Fue así como una noche decidió llevar las tijeras, los peines, el spray, el gel y la gorra.
Vamos a ser sinceros, Ordoñez: al principio los cortes eran bastante feos. Ordoñez peinaba a los durmientes, les emparejaba las patillas y hasta les hacía los claritos. No era pequeña la sorpresa de quienes se despertaban con patillas más o menos rectas y mechones rubios. La gente lo atribuía a un posible ataque de sonambulismo cosmético… pero al fin y al cabo, por una cosa o por otra, uno siempre se ve diferente a la mañana, con los ojos llorosos, hinchados, ese olor jamón rancio en la boca, y qué tanto, esto era sólo una diferencia más y se ahorraban una visita al salón.
A pesar de estos primeros momentos, Ordoñez fue cultivando su oficio y cada vez los trabajos se refinaban más. Peinados de copa, largas trenzas y extensiones para ellas. Flequillos de costado, recortes de barba, rapados bajo melena para ellos. Los durmientes se encontraban realmente encantados al despertarse, ya que las manos de Ordoñez finalmente estaban a la altura de su originalidad y buen gusto, y no es exagerado decir que estos cortes y arreglos se fueron convirtiendo en verdaderas maravillas. Ordoñez ya ha patentado el desmechado flogger, el flequillo aplastado Emo, una cresta punk de seis colores y tres sabores (única en su especie) y más de una quincena de otros peinados que son el furor de lo casual en los salones de mayor prestigio actuales. Este estilo casual ha sido seleccionado particularmente por Ordoñez. Es necesario un toque accidental que haga pensar que son causados por remoloneos y contorsiones de la cabeza en la almohada. Raro sería despertarse y mantener un peinado prolijo como los de James Bond. Esta es la razón de que los adolescentes siempre parezcan recién caidos de la cama.
Ordoñez, 41 años, soltero, sagitario, todavía hoy trabaja bajo cuchetas, simples, marineras, plaza y media y dos plazas. Peluquero aficionado y monstruo de debajo de la cama, ocupación a la que le ha tomado aprecio y de la que espera jubilarse algún día, que seguramente el día en que la edad no le preste la agilidad para deslizarse bajo estos modernos y estrechísimos sommiers. Hasta entonces, que no nos extrañe despertarnos por las mañanas con jopos, remolinos y quizá alguna mecha colorada.

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http://www.criticadigital.com/index.php?secc=nota&nid=18320



Una cosa así era posible. Es un malentendido, no se preocupen. No, no es un tóxico eliminado por la pastera. Estamos en diálogo con la cancillería argentina para no generar un incidente por una nimiedad. Es cierto que las pasteras en general tienen mala fama, que son acusadas mundialmente de contaminar el medio ambiente, de utilizar venenos altamente tóxicos, de instalar sus plantas en el último pendejo del culo del mundo, donde hay legislaciones flexibles, alquilables, y que en última instancia quedan lejos de casa como para preocuparse por los cientos de oscuritos habitantes de ese pelo del culo del mundo que pueden toser, irritarse, llorar, nacer deformes, nacer insuficientes o nacer trotskistas. Son todas habladurías, señores, no hay nada probado. Esta pastera no está en el último pelo del culo del mundo; está construida y operada en Uruguay, ¡U-ru-guay, señores! patria grande, país libre, soberano y autodeterminado; no un país chico de un continente lejano y oprimido como... no sé, Asia. Nosotros estamos en el Mapa. Mire, mire el globo. Si se arrodilla, o si levanta el globo de la mesa (es que los globos están muy mal hechos, sólo se vé la parte de arriba, si tuviésemos uno de los inclinados...), ¿vé aquí? ¿vé esta peninsulita, abajo de Brasil? Lea, lea lo que dice... Uruguay, sí señor, tierra del mate, Gardel y Natalia Oreiro. ¡Uno se tiene que agachar para verlo en el globo! ¡De rodillas frente a Uruguay!


Retomando: sí, una planta química, pero esta composición, "planta química", lleva consigo un juicio ficcional, un vapuleo imaginario. Siempre que hablan de “química” hablan como si la química industrial fuese algo malo, algo turbio, algo que no se entiende, algo peligroso. ¿Qué hay de peligroso en una chocolatada? ¿y en la sal? ¿y en el plástico con que se hacen los juguetes de nuestros niños? ¿y en la pintura con que se decoran? ¿y en el cloro con que se los lava? Esta planta química es tan inofensiva como una fábrica de dulces, una cocina popular para el pueblo o un sobrecito de jugo. No señores, aquí no se contamina… Ah, sí, la mancha… bueno, es un alga que… sí, un alga de diez kilómetros ¿nunca vio un alga de diez kilómetros? Es un alguita inofensiva, un bichito lindo; es como una lechuguita. Sí, una lechuguita de diez kilómetros ¿qué tiene? ¿imagina usted cómo solucionaría Uruguay el problema del hambre mundial si pudiésemos cosechar lechugas de diez kilómetros? Claro, entonces se quejarían de la anemia estos de acá al lado. Son naturales y autóctonas estas algas, nada tienen que ver con los supuestos desechos tóxicos que supuestamente eliminaría la planta: lo repetimos, la planta no-elimina sus desperdicios en el río, las papeleras son industrias tan inocentes como la industria de los muñecos de peluche en Taiwán. Es cierto, sí, que los osos panda están en extinción, pero nunca se comprobó la conexión entre el tráfico de peluche y la migración hacia la nada de los osos panda. Además aquí no tenemos osos panda... ¿Que qué hacen con los desperdicios? Bueno, es simple: en una planta de destilación separan el agua de los tóxicos y con los sedimentos restantes se hacen casas para los pobres, bastones para los ancianos, banderitas de peñarol y redoblantes para las murgas de febrero. Pero no nos vayamos de tema: diez kilómetros de algas, es simplemente eso, una plantita inofensiva que embellece nuestro río y justo vino a dar por accidente a la altura de esta industria que vela por el empleo, el ambiente, la paz y fraternidad charrúa. Necios, aquellos malos vecinos del otro lado del charco son necios. Lo que pasa es que nunca vieron esta alguita linda. Muchos pueden decir que vivieron a orillas del río toda su vida y que nunca antes vieron aparecer tal cosa, y que justo suceda unos días después de sentir una leve brisa aromática, una fragania indefinible en el aire... Bueno, mierda, dijeron olor a mierda, pero sobre gustos... Respecto al alga, puede ser que sean olvidadizos, como buenos argentinos, o despistados, o que esta alguita, bien juiciosa que es, decida pasearse sólo por las márgenes uruguayas. ¿Y por qué se ve ahora de aquél lado? No sé, puede que sea el peso devaluado que atraiga nuevas visitas; yo no soy quien para sacar conjeturaciones aventuradas. ¿No vieron las fotos? ¿No vieron lo linda, lo caribeña que nos queda esta mancha verde y blanca en el río? Envidiosos, eso es, son envidiosos; nosotros compartimos nuestra alga con ellos, y ellos no quieren compartir el agua con nosotros. Los argentinos son así, todos ladrones, desde el primero al último, no nos quieran comparar con argentinos. Es un alguita, una plantita inofensiva, por favor. Ahí, miren, ahí, sáquenle fotos a los grupos ambientalistas que se quejan de una planta. ¿Querían vida acuática? Miren, ahí hay vida acuática, déjenla tranquila. Y que quede claro, no es el agua, es algo “en” el agua. No es el H2O, el H2O no se mancha. Es algo “en” el H2O. La definición sería H2algaverdeyblancadiezkilométricaO, pero no es el agua, así que no empiecen con que el agua está contaminada. El agua está limpia, solo algo “en” el agua, “entre” el agua hace que su consumo sea dudoso… Sí, yo dije que es un alga inofensiva, claro que sí, y lo es; los chicos pueden jugar con ella, las abuelas pueden tejerle medias, los novios pueden llevarla al cine... Pero eso sí, sólo como precaución, no la toquen, ni la besen, ni la huelan, y mucho menos que menos la ingieran, porque los puede poner levemente melancólicos… o quizás irritarles piel y ojos. No estamos seguros de que sea carnívora, pero es poco probable. Todo es una suposición, nada hay cierto. Como no es algo del agua sino que está “entre” el agua, nosotros no podemos investigarlo. El agua en sí, el dihidrógeno y el de oxígeno unidos por puente-hidrógeno están perfectos y eso es todo lo que interesa. La toxicidad es relativa. Toda comparación da un resultado de toxicidad prácticamente nula. La hemos comparado con gas mostaza, Sarín, Napalm y bayas negras de las Filipinas, y los resultados nos permiten ser muy optimistas. No hay necesidad de alertar al turismo, si bien estamos considerando, como precaución, evacuar toda la costa fluvial a Floripa. vamos, es una lechuguita, yo no sé por qué tanto lío…

21:29 Comment0 Comments

Y prefirió escarbarse un lecho y vertirse, siguiendo el cauce y moldeando la piedra.
Más valía marcar la piedra con suavidad, de común acuerdo, que quebrarla una noche a causa de un frío sin concenso.
Pasó algún tiempo pensando en el amor perdido, pero no fue más que eso. Perdido.
Decidió ya no perder tiempo pensando cosas que aburren al pecho.
Caminó la ciudad contenta, casi comprendiéndola, o al menos dándole el significado que ella más quisiese. "No tiene demasiada importancia", sostenía, "la ciudad es lo suficientemente grande, y lo suficientemente diversa, bruta e indiferente como para preocuparse".
La ciudad no se preocupaba, es cierto, aunque de cuando en cuando le cerraba un farol y ella se asustaba, corriendo con pasitos cortitos hasta el quiosco.
"Hay que hacerse un cauce y tirarse adentro" pensaba mientras tanto, "hay que dejarse llevar un rato".

21:25 Comment1 Comments

Yo sé que te va a parecer una boludez, pero el tema es cierto y es así: No, no quiero estar más con vos, y sí, fue por lo del papel higiénico. Sí, ya sé, ya sé que para vos es una huevada, y tenés razón cuando me decís que es solamente un puto papel higiénico; pero me parece que no es tan así. Terminás el papel higiénico y no lo cambiás, dejás el tubo de cartón puesto. Bueno, sí, tenés razón, pero es precisamente eso, los rollos están ahí, al lado, y no lo ponés.
¿Es un principio de autismo? ¿Sentís la piel desgarrarse cuando agarrás el nuevo rollo? ¿cuando desencastrás el traconómetro y atravesás el aire del tubo por su cento? No, no es eso. No me gusta hablar escatológicamente, pero lo voy a hacer. ¿Cómo querés que esté con alguien que no se hace cargo de su propio culo? No quiero encontrarme esas hipocresías. Si tu culo fatigó el papel higiénico, entonces reponelo, no me dejes ese cartón vacío humeante, contándome de todos los papeles higiénicos que no reponés, el de tu inseguridad, el de tu histeria y tus celos. El Sussex de tus enojos, que gastás a mansalva, sin pedirle disculpas al traconómetro cargándolo de un rollo nuevo, de una llamada por teléfono diciéndo "me fui al carajo, perdón", de un mensaje, de una nota (de una carta, que los correos no cerraron y encontrarte en el buzón, en tu letra, es tanto diferente de esta Courier New de taquígrafa silenciosa). "Te quiero, a veces me olvido, curtite".

Sí, será una boludez, pero no quiero. Y sí, quizás sí ví mucho Seinfeld, pero si no podés hacerte cargo de lo que hace tu culo: la puerta, bonita...

Ojete mutis por foro.

18:44 Comment0 Comments









"La puta que te parió, perro". Se miraba y percibía la cárcel de su investidura, de su carnet que lo identificaba como un profesional, un carnet que no había costado poco conseguir y que decía que ya no tenía opiniones ni caprichos, no tenía antojos, no tenía ningúna emoción de expresión desordenada, sino que era un profesional, que podía estar sentado en esa sala, en esas sillas hipócritas de negro aterciopelado. Ya no recordaba realmente cómo era el terciopelo. Muy delicado era el terciopelo, eso sí, para él, un hombre con la historia de su pueblo tapiada de alfombras gruesas y pesadas. En la infancia un peluquero que había puesto su local, humilde, con el frente algo resquebrajado, como todas las casas del vecindario, cerca de la esquina de la plaza, había comprado un modestamente ostentoso sillón de terciopelo. "El Rajá" se llamaba la peluquería. Nada tenía que ver aquél ensueño solitario de realeza con estas sillas aterciopeladas hipócritas, con el aire fresco de la sala que lo hace transpirar, nada tienen que ver estas sillas con los bancos de madera que todavía se queman a no más de treinta cuadras de allí, con los almohadones viejos de cualquier sala con piso de tierra sobre los que ya no se sientan trabajosamente algunos ancianos a fumar y a charlar; a charlar de cosas importantes y de cosa sin importancia, aunque siempre todo parece ser importante de boca de aquellos viejos. Uno los ve allí sentados, duros, y parece que el tiempo nunca pasó, que están sentados allí desde siempre. Quizá procuran que uno no los vea moverse de ese lugar, aunque sepa que lo hacen. Uno sabe que el mago no hace realmente magia, pero tiene la cordialidad, la simple decencia de no mostrar el truco a nuestra fragil inocencia. Gracias por ello.
"La puta que te parió, perro", pensaba, mientras ese pequeño hombre de rasgos deformados seguía sonriendo y hablando con un acento extraño. Esa deformidad y ese acento extraño le hablaban como si lo conocieran, como si fueran hermanos, y eso lo insultaba, como lo insultaría a cualquier hombre que un nadie enano, deforme y con acento extraño le dijera "no". ¿Por qué no? Porque no, porque yo. ¿Y usted...? Yo. La puta que te parió, perro.
De repente se siente enorme y visitante. Ese pase que colgaba de su cuello ya no significaba nada, simplemente era un peso plastificado que colgaba de su cuello. Las decisiones las tomamos mucho antes de enterarnos. El nombre se puso delante del profesional, o el profesional tomó nombre. No tiene importancia. El traje que tenía puesto también era hipócrita; en nada se parecía a aquél traje marrón gastado, color tierra seca, tierra árida, color polvo que usaba todos los días. Las piernas cortas dejan entrever sus tobillos y el sudor de la tarde se impregna en la camisa con el polvo del aire. Este traje no es mío, es de él, es del perro aquél que habla y sonríe con su voz sin vocales, con su mandíbula artículandose de otra manera, con su lengua sin jotas, sin raspar su garganta, sin sentir en carne las palabras. Con el corazón digo lo que pienso, perro. Miró sus zapatos. Esos sí eran sus zapatos. No tenían demasiada historia, los había comprado unos días atrás, pero él los eligió. Él fue a la zapatería y describió más o menos lo que quería. Él puede describir lo que quiere. Describió aproximadamente esa punta redondeada y ese color. Comprar zapatos es un gusto que uno se puede dar de cuando en cuando: ir a la zapatería, sentir el olor a cuero, o las ansias del olor a cuero, tomar el zapato con ambas manos, sostenerlo a la altura de los ojos y observarlo en todos sus ángulos, como un gran experto en acorazados de cuerdo. Doblar la suela, meter la mano y sentir si alguna costura interna va a ampollar algún dedo. Sonreir como un chico en el fetiche de meter la nariz dentro y olerlo, nuevos, cuero y goma. Uno huele los zapatos nuevos como huele los libros viejos, y la sonrisa que se extiende rápida y sutil, aunque visiblemente destacada bajo los pómulos, los ojos brillantes, son aproximadamente los mismos.
Pensó en sus zapatos un momento, que parecieron varios momentos, y se olvidó del sudor frío de la piel, del perro parlante, de las sillas aterciopeladas, del banco quemado y los almohadones vacíos. En ese momento fue a su casa, a la caja sobre la cama, a mostrárselos con humildad a ella, buscando una aprobación. Pensó que uno siempre planifica alrededor de unos zapatos, los ve en un futuro posible con otros pantalones, en otras casas, en los zapatos viejos, en la reflexión de la brevedad y facilidad de la alegría al cabo de todo. Nunca pensó que tantos pies entraran en un solo zapato; el pie del anciano, el pie del Rajá, el pie de ella, su pie, los pies que caminaban por todas esas manzanas a treinta cuadras de ahí que hoy ya no caminan, que hoy son otros pies, de acentos sin vocales, sin jotas, que calzan borceguíes. Tantos pies en un solo zapato, y el carnet, y la silla, y de repente todo junto, el sudor que aumentó mientras él estaba en todos esos otros lugares, y la alegría que se hace calor por dentro, y levantarse en el medio de la sala y gritarle "perro" a la criatura, a ese energúmeno, a Jorge Arbusto, que diestramente alcanza a esquivar los dos zapatazos que le arroja su mano, que es tantas manos, y que sus ojos llegan a ver golpeando la pared de atrás antes de que lo tiren al suelo.