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En estos últimos días, en que la redondísima luna se paseó desnuda en toda su compactísima gordura, me encontré convertido por momentos en hombre lobo. Este lobo calzado con cordones ajustados en el justo punto y bolsillos donde guarda las uñas (como aprendió en tiempos en que los cubresillones eran más elegantes), ve enhiesto el pelambre de la nuca, henchidos los muslos y un callado grito de homenaje que explota en silencio, soterrado en la garganta.

El hombre lobo se arroja al piso, a sus cuatro patas, ancho y tenso, como subido al techo de un tren en movimiento, y yo juraría que sonríe cuando saca la lengua moviendo desaforadamente el rabo peludo, reprimiendo los movimientos que explotan dentro de él, y me mira pidiéndome permiso. El lobo hombre que soy yo se contiene de soltarse en una carrera imposible a la luna. El otro, algo más tonto, me mira y me pide permiso con los ojos brillosos, asiosos, para comenzar la corrida, los saltos, los aullidos. Ese hocico de lobo que compartimos se siente de acero pulido cuando son sus dientes los que se muestran. Yo todas las mañanas cepillo los míos contra la placa bacteriana. A veces lo siento emboscado dentro de mi ojo, deseando que un movimiento torpe llegue hasta la encía y un pequeño rastro de sangre, más no sea el mío propio, dibuje la frontera de los dientes, excite el ánimo de una dentellada al aire. El lobo me explicó hace algún tiempo que todo consiste en el chasquido del hueso, y no sobre qué se cierran los caninos.

Es el lobo el que quiere saltar y colgarse de la luna. Es el lobo elque se enamoró, el que sonríe y la llama por su nombre. A veces ese astro de hueso raído me señala y me acusa. Me reta por privarla a ella del lobo, que tanto se esmera en conquistarla. Otras veces, las más, el lobo acude al primer llamado oído, y se acomoda en mis despeñaderos por unos días, hasta despedirla.

En ocasiones este lobo hombre recuerda épocas cuadrúpedas, y tales días se lo ve llegar cansado al trabajo por la mañana. A las tres de la madrugada aquella amante se ha colado por la ventana y reptando lentamente por la cama le acaricia las piernas, luego el pecho, y más tarde le besa el rostro, antes de perderse entre las hojas del alto laurel de Carmen, la veci
na.

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