21:29 Comment0 Comments

Y prefirió escarbarse un lecho y vertirse, siguiendo el cauce y moldeando la piedra.
Más valía marcar la piedra con suavidad, de común acuerdo, que quebrarla una noche a causa de un frío sin concenso.
Pasó algún tiempo pensando en el amor perdido, pero no fue más que eso. Perdido.
Decidió ya no perder tiempo pensando cosas que aburren al pecho.
Caminó la ciudad contenta, casi comprendiéndola, o al menos dándole el significado que ella más quisiese. "No tiene demasiada importancia", sostenía, "la ciudad es lo suficientemente grande, y lo suficientemente diversa, bruta e indiferente como para preocuparse".
La ciudad no se preocupaba, es cierto, aunque de cuando en cuando le cerraba un farol y ella se asustaba, corriendo con pasitos cortitos hasta el quiosco.
"Hay que hacerse un cauce y tirarse adentro" pensaba mientras tanto, "hay que dejarse llevar un rato".

21:25 Comment1 Comments

Yo sé que te va a parecer una boludez, pero el tema es cierto y es así: No, no quiero estar más con vos, y sí, fue por lo del papel higiénico. Sí, ya sé, ya sé que para vos es una huevada, y tenés razón cuando me decís que es solamente un puto papel higiénico; pero me parece que no es tan así. Terminás el papel higiénico y no lo cambiás, dejás el tubo de cartón puesto. Bueno, sí, tenés razón, pero es precisamente eso, los rollos están ahí, al lado, y no lo ponés.
¿Es un principio de autismo? ¿Sentís la piel desgarrarse cuando agarrás el nuevo rollo? ¿cuando desencastrás el traconómetro y atravesás el aire del tubo por su cento? No, no es eso. No me gusta hablar escatológicamente, pero lo voy a hacer. ¿Cómo querés que esté con alguien que no se hace cargo de su propio culo? No quiero encontrarme esas hipocresías. Si tu culo fatigó el papel higiénico, entonces reponelo, no me dejes ese cartón vacío humeante, contándome de todos los papeles higiénicos que no reponés, el de tu inseguridad, el de tu histeria y tus celos. El Sussex de tus enojos, que gastás a mansalva, sin pedirle disculpas al traconómetro cargándolo de un rollo nuevo, de una llamada por teléfono diciéndo "me fui al carajo, perdón", de un mensaje, de una nota (de una carta, que los correos no cerraron y encontrarte en el buzón, en tu letra, es tanto diferente de esta Courier New de taquígrafa silenciosa). "Te quiero, a veces me olvido, curtite".

Sí, será una boludez, pero no quiero. Y sí, quizás sí ví mucho Seinfeld, pero si no podés hacerte cargo de lo que hace tu culo: la puerta, bonita...

Ojete mutis por foro.

18:44 Comment0 Comments









"La puta que te parió, perro". Se miraba y percibía la cárcel de su investidura, de su carnet que lo identificaba como un profesional, un carnet que no había costado poco conseguir y que decía que ya no tenía opiniones ni caprichos, no tenía antojos, no tenía ningúna emoción de expresión desordenada, sino que era un profesional, que podía estar sentado en esa sala, en esas sillas hipócritas de negro aterciopelado. Ya no recordaba realmente cómo era el terciopelo. Muy delicado era el terciopelo, eso sí, para él, un hombre con la historia de su pueblo tapiada de alfombras gruesas y pesadas. En la infancia un peluquero que había puesto su local, humilde, con el frente algo resquebrajado, como todas las casas del vecindario, cerca de la esquina de la plaza, había comprado un modestamente ostentoso sillón de terciopelo. "El Rajá" se llamaba la peluquería. Nada tenía que ver aquél ensueño solitario de realeza con estas sillas aterciopeladas hipócritas, con el aire fresco de la sala que lo hace transpirar, nada tienen que ver estas sillas con los bancos de madera que todavía se queman a no más de treinta cuadras de allí, con los almohadones viejos de cualquier sala con piso de tierra sobre los que ya no se sientan trabajosamente algunos ancianos a fumar y a charlar; a charlar de cosas importantes y de cosa sin importancia, aunque siempre todo parece ser importante de boca de aquellos viejos. Uno los ve allí sentados, duros, y parece que el tiempo nunca pasó, que están sentados allí desde siempre. Quizá procuran que uno no los vea moverse de ese lugar, aunque sepa que lo hacen. Uno sabe que el mago no hace realmente magia, pero tiene la cordialidad, la simple decencia de no mostrar el truco a nuestra fragil inocencia. Gracias por ello.
"La puta que te parió, perro", pensaba, mientras ese pequeño hombre de rasgos deformados seguía sonriendo y hablando con un acento extraño. Esa deformidad y ese acento extraño le hablaban como si lo conocieran, como si fueran hermanos, y eso lo insultaba, como lo insultaría a cualquier hombre que un nadie enano, deforme y con acento extraño le dijera "no". ¿Por qué no? Porque no, porque yo. ¿Y usted...? Yo. La puta que te parió, perro.
De repente se siente enorme y visitante. Ese pase que colgaba de su cuello ya no significaba nada, simplemente era un peso plastificado que colgaba de su cuello. Las decisiones las tomamos mucho antes de enterarnos. El nombre se puso delante del profesional, o el profesional tomó nombre. No tiene importancia. El traje que tenía puesto también era hipócrita; en nada se parecía a aquél traje marrón gastado, color tierra seca, tierra árida, color polvo que usaba todos los días. Las piernas cortas dejan entrever sus tobillos y el sudor de la tarde se impregna en la camisa con el polvo del aire. Este traje no es mío, es de él, es del perro aquél que habla y sonríe con su voz sin vocales, con su mandíbula artículandose de otra manera, con su lengua sin jotas, sin raspar su garganta, sin sentir en carne las palabras. Con el corazón digo lo que pienso, perro. Miró sus zapatos. Esos sí eran sus zapatos. No tenían demasiada historia, los había comprado unos días atrás, pero él los eligió. Él fue a la zapatería y describió más o menos lo que quería. Él puede describir lo que quiere. Describió aproximadamente esa punta redondeada y ese color. Comprar zapatos es un gusto que uno se puede dar de cuando en cuando: ir a la zapatería, sentir el olor a cuero, o las ansias del olor a cuero, tomar el zapato con ambas manos, sostenerlo a la altura de los ojos y observarlo en todos sus ángulos, como un gran experto en acorazados de cuerdo. Doblar la suela, meter la mano y sentir si alguna costura interna va a ampollar algún dedo. Sonreir como un chico en el fetiche de meter la nariz dentro y olerlo, nuevos, cuero y goma. Uno huele los zapatos nuevos como huele los libros viejos, y la sonrisa que se extiende rápida y sutil, aunque visiblemente destacada bajo los pómulos, los ojos brillantes, son aproximadamente los mismos.
Pensó en sus zapatos un momento, que parecieron varios momentos, y se olvidó del sudor frío de la piel, del perro parlante, de las sillas aterciopeladas, del banco quemado y los almohadones vacíos. En ese momento fue a su casa, a la caja sobre la cama, a mostrárselos con humildad a ella, buscando una aprobación. Pensó que uno siempre planifica alrededor de unos zapatos, los ve en un futuro posible con otros pantalones, en otras casas, en los zapatos viejos, en la reflexión de la brevedad y facilidad de la alegría al cabo de todo. Nunca pensó que tantos pies entraran en un solo zapato; el pie del anciano, el pie del Rajá, el pie de ella, su pie, los pies que caminaban por todas esas manzanas a treinta cuadras de ahí que hoy ya no caminan, que hoy son otros pies, de acentos sin vocales, sin jotas, que calzan borceguíes. Tantos pies en un solo zapato, y el carnet, y la silla, y de repente todo junto, el sudor que aumentó mientras él estaba en todos esos otros lugares, y la alegría que se hace calor por dentro, y levantarse en el medio de la sala y gritarle "perro" a la criatura, a ese energúmeno, a Jorge Arbusto, que diestramente alcanza a esquivar los dos zapatazos que le arroja su mano, que es tantas manos, y que sus ojos llegan a ver golpeando la pared de atrás antes de que lo tiren al suelo.


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Preguntas (Juan Gelman)

«lo que hacemos en nuestra vida privada es cosa nuestra» dijeron las Seis
Enfermeras Locas del Pickapoon Hospital de Carolina mientras movían sus
pechos con una dulzura tan parecida a Dios

¿y si Dios fuera una mujer? alguno dijo
¿y si Dios fuera las Seis Enfermeras Locas de Pickapoon? dijo alguno ¿y si
Dios movieras los pechos dulcemente? dijo ¿y si Dios fuera una mujer?

corrían rumores acerca de las Seis
las habían visto salir de hospedajes sospechosos con una mirada triste en la
boca las habían visto en una cama del Bat Hotel las habían visto fornicando
con sastres zapateros carniceros de toda Pickapoon

¿y acaso Dios no sale de los hospedajes con una mirada triste en la boca?
alguno dijo ¿y si Dios fuera una mujer? ¡tetas de Dios! ¡blancos muslos de
Dios! ¡lechosos! dijo ¡leche de Dios! gritaba por los techos de toda la
ciudad

así que lo quemaron
hicieron una hoguera alta al pie de la colina del Este
y también quemaron a las Seis Enfemeras Locas de Pickapoon todas eran rubias
y cada día habían visto a la muerte trabajar

eso es todo
así acaban con los temblores mortales e inmortales en Carolina y otros
sitios de Dios ¿y si Dios fuera una mujer? ¿y si Dios fuera las Seis
Enfermeras Locas de Pickapoon? dijo alguno.

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Supongamos. A la larga la lectura es un supongamos, un "y si".
Hay una búsqueda. La búsqueda de una matriz donde entre todo y a la vez nada. Donde lo singular se toca con lo de todos, con la historia fácil de narrar de todos los días, con los interlocutores que "ah, sí, a mí, una vez", pero con un quizá, con una variable, con un lambda que lo potencia. Ser Ismael, ser Helénè, amar a Helénè, caminar la estepa con Isidoro Cruz, ser perseguidor perseguido, y todavía ser uno, y estar en ese tren, en ese colectivo, en esa cama. Fui el flaquito perdedor de la publicidad, y a la vez me paré derecho como bebedor de Cinzano, y a la vez sé que mi espalda todos los días se curva al pararme relajado. Sería ya muy ingenuo creer que la lectura es un proceso de la letra escrita, no considerar imágenes, películas, publicidades, etc. como parte de una literatura, como una invitación más a las lecturas, a la construcción de algo que forma y no forma parte de uno, aunque no toda pieza se abra a lecturas profundas.
Supongamos. Y ahí nos aferramos al tiempo, que sin un pizca de imaginación, sin ese movimiento se le da por escaparse por cuanta rendija abierta se le ofrezca, cauce de tiempo que se va. Pero vamos, no vamos a ser bovarystas, que la literatura es uno de los tantos trajes que utiliza la imaginación para vestirse. Quizá eso le esté faltando a los libros, una verdadera dosis de supongamos, una verdadera invitación, un supongamos individual que invite a el resto de nosotros, acá afuera, esperando un vano de puerta por el cual pasar a encontrar un nuevo retazo de uno.