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"La puta que te parió, perro". Se miraba y percibía la cárcel de su investidura, de su carnet que lo identificaba como un profesional, un carnet que no había costado poco conseguir y que decía que ya no tenía opiniones ni caprichos, no tenía antojos, no tenía ningúna emoción de expresión desordenada, sino que era un profesional, que podía estar sentado en esa sala, en esas sillas hipócritas de negro aterciopelado. Ya no recordaba realmente cómo era el terciopelo. Muy delicado era el terciopelo, eso sí, para él, un hombre con la historia de su pueblo tapiada de alfombras gruesas y pesadas. En la infancia un peluquero que había puesto su local, humilde, con el frente algo resquebrajado, como todas las casas del vecindario, cerca de la esquina de la plaza, había comprado un modestamente ostentoso sillón de terciopelo. "El Rajá" se llamaba la peluquería. Nada tenía que ver aquél ensueño solitario de realeza con estas sillas aterciopeladas hipócritas, con el aire fresco de la sala que lo hace transpirar, nada tienen que ver estas sillas con los bancos de madera que todavía se queman a no más de treinta cuadras de allí, con los almohadones viejos de cualquier sala con piso de tierra sobre los que ya no se sientan trabajosamente algunos ancianos a fumar y a charlar; a charlar de cosas importantes y de cosa sin importancia, aunque siempre todo parece ser importante de boca de aquellos viejos. Uno los ve allí sentados, duros, y parece que el tiempo nunca pasó, que están sentados allí desde siempre. Quizá procuran que uno no los vea moverse de ese lugar, aunque sepa que lo hacen. Uno sabe que el mago no hace realmente magia, pero tiene la cordialidad, la simple decencia de no mostrar el truco a nuestra fragil inocencia. Gracias por ello.
"La puta que te parió, perro", pensaba, mientras ese pequeño hombre de rasgos deformados seguía sonriendo y hablando con un acento extraño. Esa deformidad y ese acento extraño le hablaban como si lo conocieran, como si fueran hermanos, y eso lo insultaba, como lo insultaría a cualquier hombre que un nadie enano, deforme y con acento extraño le dijera "no". ¿Por qué no? Porque no, porque yo. ¿Y usted...? Yo. La puta que te parió, perro.
De repente se siente enorme y visitante. Ese pase que colgaba de su cuello ya no significaba nada, simplemente era un peso plastificado que colgaba de su cuello. Las decisiones las tomamos mucho antes de enterarnos. El nombre se puso delante del profesional, o el profesional tomó nombre. No tiene importancia. El traje que tenía puesto también era hipócrita; en nada se parecía a aquél traje marrón gastado, color tierra seca, tierra árida, color polvo que usaba todos los días. Las piernas cortas dejan entrever sus tobillos y el sudor de la tarde se impregna en la camisa con el polvo del aire. Este traje no es mío, es de él, es del perro aquél que habla y sonríe con su voz sin vocales, con su mandíbula artículandose de otra manera, con su lengua sin jotas, sin raspar su garganta, sin sentir en carne las palabras. Con el corazón digo lo que pienso, perro. Miró sus zapatos. Esos sí eran sus zapatos. No tenían demasiada historia, los había comprado unos días atrás, pero él los eligió. Él fue a la zapatería y describió más o menos lo que quería. Él puede describir lo que quiere. Describió aproximadamente esa punta redondeada y ese color. Comprar zapatos es un gusto que uno se puede dar de cuando en cuando: ir a la zapatería, sentir el olor a cuero, o las ansias del olor a cuero, tomar el zapato con ambas manos, sostenerlo a la altura de los ojos y observarlo en todos sus ángulos, como un gran experto en acorazados de cuerdo. Doblar la suela, meter la mano y sentir si alguna costura interna va a ampollar algún dedo. Sonreir como un chico en el fetiche de meter la nariz dentro y olerlo, nuevos, cuero y goma. Uno huele los zapatos nuevos como huele los libros viejos, y la sonrisa que se extiende rápida y sutil, aunque visiblemente destacada bajo los pómulos, los ojos brillantes, son aproximadamente los mismos.
Pensó en sus zapatos un momento, que parecieron varios momentos, y se olvidó del sudor frío de la piel, del perro parlante, de las sillas aterciopeladas, del banco quemado y los almohadones vacíos. En ese momento fue a su casa, a la caja sobre la cama, a mostrárselos con humildad a ella, buscando una aprobación. Pensó que uno siempre planifica alrededor de unos zapatos, los ve en un futuro posible con otros pantalones, en otras casas, en los zapatos viejos, en la reflexión de la brevedad y facilidad de la alegría al cabo de todo. Nunca pensó que tantos pies entraran en un solo zapato; el pie del anciano, el pie del Rajá, el pie de ella, su pie, los pies que caminaban por todas esas manzanas a treinta cuadras de ahí que hoy ya no caminan, que hoy son otros pies, de acentos sin vocales, sin jotas, que calzan borceguíes. Tantos pies en un solo zapato, y el carnet, y la silla, y de repente todo junto, el sudor que aumentó mientras él estaba en todos esos otros lugares, y la alegría que se hace calor por dentro, y levantarse en el medio de la sala y gritarle "perro" a la criatura, a ese energúmeno, a Jorge Arbusto, que diestramente alcanza a esquivar los dos zapatazos que le arroja su mano, que es tantas manos, y que sus ojos llegan a ver golpeando la pared de atrás antes de que lo tiren al suelo.


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