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Supongamos. A la larga la lectura es un supongamos, un "y si".
Hay una búsqueda. La búsqueda de una matriz donde entre todo y a la vez nada. Donde lo singular se toca con lo de todos, con la historia fácil de narrar de todos los días, con los interlocutores que "ah, sí, a mí, una vez", pero con un quizá, con una variable, con un lambda que lo potencia. Ser Ismael, ser Helénè, amar a Helénè, caminar la estepa con Isidoro Cruz, ser perseguidor perseguido, y todavía ser uno, y estar en ese tren, en ese colectivo, en esa cama. Fui el flaquito perdedor de la publicidad, y a la vez me paré derecho como bebedor de Cinzano, y a la vez sé que mi espalda todos los días se curva al pararme relajado. Sería ya muy ingenuo creer que la lectura es un proceso de la letra escrita, no considerar imágenes, películas, publicidades, etc. como parte de una literatura, como una invitación más a las lecturas, a la construcción de algo que forma y no forma parte de uno, aunque no toda pieza se abra a lecturas profundas.
Supongamos. Y ahí nos aferramos al tiempo, que sin un pizca de imaginación, sin ese movimiento se le da por escaparse por cuanta rendija abierta se le ofrezca, cauce de tiempo que se va. Pero vamos, no vamos a ser bovarystas, que la literatura es uno de los tantos trajes que utiliza la imaginación para vestirse. Quizá eso le esté faltando a los libros, una verdadera dosis de supongamos, una verdadera invitación, un supongamos individual que invite a el resto de nosotros, acá afuera, esperando un vano de puerta por el cual pasar a encontrar un nuevo retazo de uno.

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