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Ayer encontré un texto viejo que había escrito en un cuaderno después de ver la película Los amantes del círculo polar. Hay un momento en que una silla queda sola frente a un lago, y eso me llevó a pensar en la soledad de los objetos, en cómo uno puede reconstruir la situación del objeto y sentir la soledad de una ausencia. Las cosas son signos que nos remiten a sensaciones, y son las sensaciones lo que más anhelamos. En la posmodernidad no hay discursos ni sensaciones. Hay productos. Dice Margariños de Morentín: la publicidad [es] crear un mundo con un lugar privilegiado para un producto (...), el receptor debe interpretar el mensaje publicitario como productor de la misma significación que el creativo quiso conferirle al mundo. Hoy todo es publicidad; todo es producto. Son las cosas las que deben preguntarse por nuestra ausencia.

Hace una semana murió Carmen, mi vecina, la del laurel. Casi no la veía. Venía a tomar café con la vieja, todas las tardes; rituales de viejo. Yo tengo veintisiete años, ella tenía ochentaypico, y aunque tendríamos parvas de cosas para charlar, yo, a diferencia de ella, vivo en el mundo de los productos. De cualquier tipo de productos. En el mundo de la universidad y de los libros; de la relajación por medio de una cierta cerveza en un cierto bar de Haedo; de una cierta fecha, de cierta fiesta, de cierto evento; de ciertos diarios, de ciertas charlas, de ciertas ideas políticas y sociales, de ciertos contextos. Yo: producto mujeres, producto amigas, producto novias, producto viaje, producto palabras; que se venden más o menos de la misma manera: mejorar momentáneamente una situación de desesperación, consecuencia de la alienación permanente de vivir entre publicidades y productos, ambiciones impuestas desde afuera, discursos a los que uno se acopla en pos de lograr ciertas pertenencias, ciertos ámbitos de acción. Bourdieu. Productos placebo de la insuficiencia de otros productos. Todo se compra y se vende: con dinero, con palabras, con cuerpo, con transpiración; porque todos, también, somos producto. El márketing es una rama sociológica más.

Yo tengo un reloj que mide el tiempo en horas y segundos. Lo encontré en la calle Borges, en Morón, pisado por un auto. Lo mandé a arreglar y le puse una malla horrible, y es mi reloj. A veces me noto que, sin darme cuenta, me lo saqué, y lo busco por la casa. Parece que cuando estoy dedicado en ser algo y el otro inconsciente toma ciertas actitudes, como terminarse el café que había en la taza vacía que me llevo a la boca, o quitarse el pulso de muñeca. Le molesta el reloj pero no los pantalones, la remera, los anteojos. Sí el calzado. El calzado y el reloj. El reloj me avisa si es hora o ya es tarde para hacer algo. Si el reloj da las once de la noche el día que el calendario marca que es martes, incluso cuando al otro día no tenga nada mejor que hacer, decido entonces que es tarde para ir a tomar algo, para ir a caminar un poco, para sentarme en el patio con el telescopio. Es tarde. Las once de la noche y las tres de la madrugada al cielo, a la calle y a la cierta cerveza le dan lo mismo. Pero a mí no. Mi tiempo es un producto más que adquirí y que lo divido según parámetros que aprendí y esas tres agujas son más reales que cualquier cachetazo en la frente. Yo: producto de los 90, producto de una generación pos-dictadura, producto de ser siempre niño frente a lo que fue la juventud pasada, producto de tercermundo, producto de celulares, producto de autos de papá, nenas de papá, discursos viejos. Y sin embargo me queda un poco de orgullo, de creer que de cuando en cuando puedo moverme entre las brechas de todo lo que soy-otro. Lo importante no es lo que hicieron de nosotros, sino lo que nosotros hacemos con lo que hicieron de nosotros. Mientras más para atrás menos desorientados parecen y más solos nos quedamos los del calentamiento global, la inseguridad, el neoperonismo, las relaciones abiertas y toda esta densa masa de nada publicitada. Y tengo veintisiete años. No soy Burroughs, y mi discurso ya es viejo.

Carmen tenía ochentaypico y se vino a vivir con Tomás (gallego de historia aparte) cuando la guerra civil española. No sé si se podría pensarlos por separado. Menchu y Don Tomás. Un discurso, hoy, que queda en pocas bocas. El gallego me llevaba a caminar por el barrio cuando yo tenía dos o tres años. Me mojaba cuando regaba las plantas, medianera de por medio. Le ofrecía una soga a mi vieja cuando discutía con el viejo, para colgarlo del alcanfor que él mismo había plantado en el terreno de mi casa, hará unos 50 años, y que todavía está acá, gigantesco; un monstruo de tronco terroso que no para de renacer. Carmen lo siguió. Ella era de una familia española rica y él era de una pobre. Un podri del 20. Estaban enamorados (en el 20 la gente se enamoraba, y eso no era un producto vendido; no eran anillos ni dos ambientes, no era vamos a comer afuera o cronicidades telefónicas; el amor era otra cosa, era algo previo a la propaganda y posterior a Madame Bovary). Tomás, para ir a verla, todos los días cruzaba un puente de piedra, custodiado por el ejército franquista que lo requisaba, los nacionales. Él era republicano. Estuvo preso. Carmen iba a visitarlo a la cárcel y, como todas las mujeres de los presos, lo veía desde afuera, por una ventana enrejada, por donde le pasaba comida. Carmen era una mujer muy hermosa que había decidido nunca volver a España. A España no la dejo dos veces decía. También decía que la mujer bien casada siempre parece soltera. Éstas cosas contaba La Gallega, entre otras más actuales. Porque La Gallega (cosa loable) si bien estaba marcada por el pasado, seguía viviendo el presente. Y lo hacía todos los días, al lado de mi casa. Yo tengo veintisiete años y todos los días me pesa, un poco más o un poco menos, un pasado que no es mío; cuestión de religión, fe y algunos documentos.

No valen culpas. No existen las culpas. Uno existe en múltiples planos, pero en una sola línea, que es el tiempo. Lo no hecho es lo no hecho, y sólo quedan palabras para reformarlo. Éstas no son las mías para hacerlo, esto que quiero decir tiene otro punto. Tiene como punto una medianera baja que me deja ver el terreno de la casa de Carmen. Está igual que siempre. La mesa que hace años no usa con los cuatro sillones de jardín oxidados. El cicus, el laurel, el tendedero. Los canarios hace años que no están. Los canarios eran de Tomás, que toda las noches los guardaba en el galpón de las herramientas. Cuando entraba ahí, de chico (hace muchos años que no voy a la casa de al lado), reconocía el olor a grasa y metal característico de los galpones llenos de herramientas, mezclado con el olor cerealero del alpiste e, imagino, cagadas de canario. Recién ahora que lo escribo me pregunto qué habrá sido de aquellos canarios... Está también la vieja cucha de Firulete, que fue el primero en irse, hace ya unos veinte años. Perro ladino... Firulete. ¿Qué nombre le pondría yo a mi perro español? Firulete, salvo por las reminiscencias tangueras, es bien gaita. Manolete, por caso. ¿Le podría poner Aldaba, o Alhambra, o Gaita?

Todo está igual que siempre, pero La Gallega no está. Al tendedero siempre le va a faltar una media colgada, aunque casi siempre estuviera vacío. No es lo que existe sino la imposibilidad, es la forma de la razón que sí nos hace ser el hombre que Focault dijo que murió. Es la noche uniforme discutiendo a las agujas de mi reloj, la tranquilidad y el terror de que todo es pasajero. Aunque pocas veces al día la viera pasar del otro lado de la medianera, ahora ya no la voy a ver pasar. Y no hay pena, porque ya los dos son algo muy mío; un dedo, una uña, unos lunares; una frase, un acento, un mojar a alguien con una manguera. Pero la silla frente al lago entonces. La cosa está ahí y dice una ausencia. Hay algo en la casa de Carmen, cerrada y quieta como siempre, que dice que ella ya no está. El pasto va a crecer y tal vez nadie lo corte, entonces las cosas, que parecería que ya no suelen cambiar para mejor como antaño -como cuando nosotros éramos los otros-, van a cambiar, y van a gritar lo que ahora recién están susurrando. Y todos mal que mal ya vamos a estar persiguiendo otros productos.

Atrás de nosotros se están apilando en el olvido infinitas vueltas de reloj mucho más importantes que las que recordamos; que las que nos hacemos recordar.

El tiempo no se mide en horas.




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